Pedro Henríquez Ureña-XXX

Tristezas

A la memoria de mis muertas

Muere la tarde. Tras el verde monte
se oculta el Sol; sus moribundos rayos
en el espacio aún la luz difunden.
Presto la noche tenderá su manto,
dará su tenue claridad la Luna,
brillarán las estrellas, …y yo en tanto
tan sólo tengo el pensamiento fijo
en mi hermosa visión, la tierra que amo.

Ausente estoy de mi ciudad bendita,
sólo en ella pensando
bajo estos lares. Mis suspiros todos
hacia ella van desde este suelo extraño.
Y empiezan a cruzar por mi agitada
mente, en febril engaño,
los mil recuerdos del hogar nativo
donde los restos de mis muertas guardo.

¡Oh mis muertas queridas! La primera:
la que en mi ausencia triste —¡ya hace un año!—
se marchó para siempre.
¡Al volver luego de mi viaje aciago
hallé el hogar vacío
que había la buena anciana abandonado!

¡Ay! Yo quise regar de acerbas lágrimas
su venerable tumba, y con mi llanto
pude sobre esta tierra
que sus pobres despojos ha encerrado
sembrar algunos bienolientes lirios
y colocar la cruz que abre sus brazos
piadosa y solitaria
sobre el lugar de su memoria guardo.

¿Y tan sólo eso fue? No, que más tarde
otro nuevo dolor hirió las fibras
de mi más acendrado sentimiento,
y moriste ¡moriste! madre mía!

Yo no lo sé explicar, pero yo siento
dentro de mi alma tibia
dolor extraño al repetir tal frase,
me parece escuchar una mentira;
torno a reflexionar, y al fin comprendo
la horrible realidad, y en mi agonía
las lágrimas se agolpan en mis ojos
y surcan a millares mis mejillas.

Vivo en eso pensando. Y a la hora
en la cual el silencio nos convida
a la meditación, aquella idea
viene y trastorna y mi cerebro agita,
sostengo en mi interior terribles luchas,
mi corazón con inquietud palpita,
y al fin cansados de llorar mis ojos
se rinden al dolor y la fatiga.

Todo lo veo en sueños como era;
recuerdo la hora de dolor sombría
en la cual ¡yo no sé lo que sintiera!
y tu imagen ¡oh madre! miro pía.
Todo así por mí pasa y me tortura
y quisiera morir porque algún día
pudiese contemplar tu alma figura
y escuchar tus palabras ¡madre mía!

¡Bien hiciste en morir en esas horas!
¡En esas, y otras no! Podido hubieran
en tu vida lucir nuevas auroras
y tus fuerzas heridas sucumbieran.
Heridas, sí, por un dolor agudo.
¡Ay! que aquella que amaste como hija
a buscar tu regazo, huyendo al ruido,
frío de helada región, la mente fija
en su tierra natal, ya regresaba;
y ¡oh dolor! en mitad del océano
furiosa tempestad se desataba
y el bajel zozobró ¡tremendo arcano!

Aún quedamos nosotros en la vida
para llorar a nuestra amada hermana.
¡Oh muertas de mi amor, madre querida!
¡Reposad en la tumba! ¡Hasta mañana!

Cabo Haitiano, septiembre 1897


florecitas

Regresar a las obras de Pedro Henríquez Ureña