Nicolás Ureña-II

Un guajiro en Bayaguana[1]

Entre juncos y malezas 
el Comate se desliza, 
y en su curso fertiliza 
llanuras sin asperezas. 
Hay en su margen bellezas 
para el vate peregrinas. 
Allí crece entre las ginas 
el hicaco en la sabana, 
y mas allá Bayaguana 
se destaca entre colinas.

Una mañana de Enero 
celebraba a su Patrono, 
ese pueblo dó su trono 
fijó un Cacique altanero. 
Todo era grato, hechicero 
entre esa gente sencilla, 
lazos de cinta amarilla 
los sombreros adornaban, 
y las indianas bailaban 
con polleras de rejilla.

Por donde quiera se oía 
la voz de la animación, 
por dó quiera un galerón 
y del cuatro la armonía. 
En el fandango lucía 
sus zapatos el guajiro, 
y alegre siempre en el giro 
de su inocente recreo, 
repicaba el zapateo 
al son del tiple y de güiro.

Insensible a aquella fiesta 
de esa mañana de Enero, 
a largo paso un montero 
se internaba en la floresta. 
Subió rápido la cuesta 
a cuyo pié está el calvario, 
e insensible y temerario 
por la selva discurría, 
como el que teme y confía 
desafiar un adversario.

Machete al cinto y cuchillo 
llevaba de gran valor, 
con vainas de Hato-Mayor 
incrustadas de espejillo. 
Era su traje sencillo 
y en estremo descuidado, 
vestía calzón de listado 
gran chamarra de coleta 
y tosca y ancha soleta 
llevaba en vez de calzado.

Silencioso entre el verdor 
de la selva proseguía, 
solo el paso detenía 
cuando escuchaba un rumor. 
Lleno entonces de valor 
y radiante de esperanza, 
en ristre ponía su lanza 
y el perro detrás de un tronco 
con ladrido fuerte y ronco 
daba la voz de asechanza.

Llegó de un cerro a las faldas 
donde en alfombra infinita, 
la olorosa campanita 
ostentaba sus guirnaldas. 
Allí se tendió de espaldas, 
fijó la vista en el cerro, 
después halagó su perro 
que apenas podía acesar, 
y le dejó descansar 
sobre colchones de berro.

La voz del cuervo palero 
se oía en medio de la calma, 
y el ruido que hacía en la palma 
el pico del carpintero. 
Silvaba el viento lijero 
del córbano en el follaje, 
blando agitaba el ramaje 
del guárano y algarrobo, 
y aun el altivo caobo 
le tributaba homenaje.

Presto, del cerro en lo alto 
un rumor se percibió, 
mas el montero le oyó 
sin el menor sobresalto. 
De esperanza casi falto 
estuvo un tiempo indeciso, 
el perro siempre sumiso 
no osó ladrar esta vez, 
cuando mostró su altivez 
un verraco de improviso.

El perro más no esperó, 
y rápido como el fuego 
de rabia y coraje ciego 
a la fiera arremetió. 
El montero contempló 
aquella escena impasible, 
luego se acercó insensible 
al tronco de un aguacate, 
y se dispuso al combate 
con un valor indecible.

Después de una lucha brava 
y de un esfuerzo inaudito, 
bajo un hermoso caimito 
el puerco se revolcaba. 
El perro ya no ladraba 
y el montero satisfecho, 
de su afán y de su acecho 
vió la esperanza cumplida 
cuando la creyó mentida 
en sus horas de despecho.

Después de una ruta larga 
y de constancia y de brío, 
al festivo caserío 
llevó el montero su carga. 
Llega y su acento le embarga 
el amor que tanto abriga, 
pero su amante, su amiga, 
de amor en el dulce exceso, 
le dió un abrazo y un beso 
en premio de su fatiga.


[1]El Eco del Pueblo, No. 18, Santo Domingo, 23 Noviembre 1856.


florecitas

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