Nicolás Ureña-III

Un guajiro predilecto[1]

Besa el Ozama al pasar 
el pie de una alta ladera, 
que conduce a una pradera 
circuida de un guayabar. 
No muy lejos descollar 
se ve un grupo de colinas, 
y entre lindas clavellinas 
matizadas de colores, 
cual salido de entre flores, 
se ve el pueblo de Los Minas.

Aunque todo el caserío 
no llega a doscientas almas, 
de yagua y tablas de palma 
hay uno que otro bohío. 
Uno está frente al río 
hecho con pencas de guano; 
allí habita un pobre anciano 
con su hija, casta doncella, 
muy más hermosa y más bella 
que el cielo dominicano.

Desde Neiba a Palo‑hincao, 
desde el Cotuí a la Isabela, 
es adorada Manuela, 
el ángel de Yabacao. 
Es fama que de Nizao 
un apuesto campesino 
emprendió el largo camino, 
dudoso de tanta fama, 
por sólo ver del Ozama 
el ídolo peregrino.

En una noche de luna, 
libre el pecho de cuidado, 
de un tiple al son acordado 
cantaba la media‑tuna. 
Las aguas de la laguna 
ligero el viento rizaba, 
su ramaje columpiaba 
la corpulenta jabilla, 
y el viejo, desde la silla, 
satisfecho la escuchaba.

Los monteros se acercaban 
del Ozama a la ribera, 
y aquella voz hechicera 
arrobados escuchaban. 
Sus canoas aseguraban 
del mangle al tronco flexible, 
y entre el murmurio apacible 
de las aguas y del viento, 
oían del canto el acento 
y la magia irresistible.

Un guajiro atravesó 
rápido por la pradera, 
y a la cantora hechicera 
comedido se llegó. 
¡Camilo!, entonces gritó 
Manuela sobresaltada, 
y de amor turbada, 
junto al viejo tomó asiento, 
que al verla en aquel momento 
suspiró sin decir nada.

Entró el apuesto Camilo, 
y la temblorosa mano 
apretó del pobre anciano, 
que le miraba intranquilo. 
Yo soy, dijo, el que este asilo 
hace un año visitó, 
el que inspirar consiguió 
su cariño y su ternura 
a la más bella criatura 
que quizás el mundo vio.

Manuela será mañana 
mi esposa tierna y querida, 
y de mi amor, de mi vida, 
será dueña y soberana. 
Mis vacas en la sabana 
pacen el verde pajón, 
y entran en mi posesión, 
por ser el hombre más rico, 
los llanos del Guabatico 
y los montes de Chavón.

También tengo en mis lugares 
de la comarca de Higüey, 
montes vírgenes de abey 
y dilatados palmares. 
Gigantescos, a millares, 
se ven los cedros crecer; 
en las nubes esconder 
quiere el caobo sus ramas, 
y entapizados de gramas 
se ven valles por doquier.

El espinillo que eleva 
la tierra de mi comarca, 
es el mejor que se embarca 
y que a la Europa se lleva. 
Campiñas de rosa‑nueva 
se encuentran en aquel clima, 
y de la sierra en la cima 
se mece, a impulso del viento, 
el guayacán corpulento, 
el campeche y la cabima.

Yo tengo árboles frutales, 
cajuiles y cocoteros; 
en mis playas hay uveros, 
en mis llanos caimitales. 
Crecen en mis platanales 
matas de mango y mamey, 
y cuento en el mismo Higüey 
por enteramente míos, 
los dos más grandes bohíos 
cobijados de yarey.

Mi provincia en lo feraz 
no cede en nada a Galindo; 
allí crece el tamarindo 
entre el roble y el capaz. 
Allí se ve la torcaz 
que en bandos revolotea, 
y en lo fértil de la Enea 
se hallan nidos, a millones, 
de huevos y de pichones, 
de gallinas de Guinea.

De flamencos encarnados 
se ven vagabundas tropas, 
o sobre las verdes copas 
de centinela apostado. 
Los búcaros tan preciados 
no faltan allí tampoco; 
allí en los lagos el coco 
zabulle entre las espumas, 
y luce el pajuil sus plumas 
en las llanuras del Soco.

Bellos mares apacibles 
bañan mis costas de Higüey, 
donde se pesca el carey 
y otros peces comestibles. 
Vamos, anciano: insensibles 
los hombres no son al bien; 
deja el Ozama; también 
allí hay mil ríos caudalosos, 
y viviremos dichosos 
en el más tranquilo Edén.

Guardó silencio el anciano; 
comprimió más de un suspiro 
y después dijo al guajiro 
extendiéndole la mano: 
¡Camilo! Jamás en vano 
dio su palabra algún rey; 
hoy para mí es una ley 
darte a la mujer que te ama, 
mas yo no dejo el Ozama 
por las campiñas de Higüey.

Esta choza mis mayores 
con afanes construyeron; 
aquí mis padres vivieron; 
aquí tuve mis amores. 
Yo mismo sembré las flores 
que adornan este lugar. 
Mis días quiero terminar 
en este risueño asilo. 
Ve, Manuela, con Camilo; 
yo no abandono mi hogar.

Tres días después la pradera 
que conduce a su retiro, 
atravesaba el guajiro 
con su Manuela hechicera. 
Ella dejó en su ribera 
más de una ilusión querida, 
y mientras de amor rendida 
cabalgaba por el llano, 
acá en la choza de guano 
se halló al anciano sin vida.


[1]El Dominicano, No. 25, Santo Domingo, 22 Diciembre 1855.


florecitas

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