Salomé-XVI

¡Padre mío!

Muda yace la alcoba solitaria 
donde naciste a la existencia un día, 
do, desdeñando la fortuna varia, 
tu vida entre el estudio discurría.

¡Ay! De una madre en el regazo tierno 
por vez primera te dormiste allí, 
y allí, de hinojos, tu suspiro eterno 
entre sollozos tristes recogí.

Hoy, al entrar en tu mansión doliente, 
donde reina silencio sepulcral, 
nadie a posar vendrá sobre mi frente 
el beso del cariño paternal.

Ninguna voz halagará mi acento. 
ni un eco grato halagará mi oído: 
sólo memoria; de tenaz tormento 
tendré a la vista de tu hogar querido.

Sí, que a la tumba descender te viera 
tras largas horas do perenne afán, 
horas eternas de congoja fiera  
que en el alma por siempre vivirán.

Cuando de angustia desgarrado el pecho 
te sostuve en mis brazos moribundo; 
cuando tu cuerpo recosté en el lecho 
donde el postrer adiós dijiste al mundo;

cuando, de hinojos, anegada en llanto, 
llevé mis labios a tu mano fría, 
y entre tanta amargura y duelo tanto 
miraba palpitante tu agonía;

después, ¡oh, Dios! cuando besé tu frente 
y a mi beso filial no respondiste, 
de horror y espanto se turbó mi mente… 
Y aun teme recordarlo el alma triste.

¡Memento aciago! Su fatal memoria 
cubre mi frente de dolor sombrío. 
Siempre en el alma vivirá su historia, 
y vivirá tu imagen, padre mío…

Cuando las sombras con su velo denso 
dejan el orbe en lobreguez sumido, 
en el misterio de la noche pienso 
que aun escucho doliente tu gemido;

y finge verte mi amoroso anhelo 
bajo el abrigo de tu dulce hogar, 
y me brindas palabras de consuelo 
y mis lágrimas llegas a enjugar.

Sombra querida que incesante vagas 
en torno de la huérfana errabunda, 
visión perenne que mi sueño halagas, 
alma del alma que mi ser inunda:

si de ese mundo que el dolor extraña 
mi llanto has visto y mi amargura extrema, 
sobre mi frente, que el pesar empaña, 
haz descender tu bendición suprema.


florecitas

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