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Anacaona (extracto)

Por Ofelia Berrido (1951 – )

I

Mujer, espíritu Antillano,
aliento, mar y loma.
Areito mañanero,
murmullo de río bravío
en noche cerrada.

Tú que compasiva y valiente
proteges el sueño del angustiado,
escucha este susurro
que corre por los montes
entre la niebla que abriga la luna
sobre el cañaveral encantado.

Ya nada alienta las ilusiones.
La realidad violenta se perpetúa
en la vibración del látigo que es viento
y en el sollozo nocturno de la espesura.

La tierra inmolada, endurecida…
Lo taíno es sombra desnuda
bajo el yacimiento del sol,
vértigo de una identidad olvidada.

Ante el silencio
se abren las puertas del firmamento
para esclarecer el sinsentido
que perturba la eternidad.

II

El mundo se contempla
entre el humo hiriente de la leña.
Los devotos de la caña y el oro se acechan…
Buscan la energía de vida,
las raíces mismas de la tierra…

Su corazón de hiel palpita en los metales
los escarabajos, las moscas arden.
Las inconsolables flores
no derraman su aroma,
no convocan los pájaros,
no deleitan las abejas.

Esclavos somos de la palabra vana,
dardo pervertido que abruma.
Esclavos en la oquedad propia y salvaje…

Hijos de la palabra originaria
confiada a la tortura, a la historia cruel,
palabra que reina en el silencio que acecha
bajo la tonadilla del colibrí iluminado:
las ilusiones rotas.

La bestia perdida en el paisaje del tiempo,
ante el cierre de los labios y el miedo,
ante las esperanzas sin dominio
se confunde, aprovecha…
se cree dueña de almas
y con su maldad sin fin…
golpea y mata.

III

Tus cánticos nocturnos aún se escuchan
y el areito revive en tu voz.
¡Oh, Anacaona, Anacaona!…
Te elevaste para descender en ti misma,
Convertida en relámpago y trueno…
en flor de caña, aleteo de pájaro y tambor…

Mira cómo resplandece la tierna caña,
y cómo el saltamontes se pierde en ella.
Aspira el olor de la tierra, puras esencias,
escucha el trinar de la eternidad.

Llueve, llueve, llueve más y más…
Se ilumina tu rostro indómito y bondadoso
Cuando ansías el brote de la vida.

Tu cuerpo desnudo se aligera entre los pinos.
Se sacude la tierra.
Se recogen las fieras y todo se aquieta…

El sol despierta…
Hay un tesoro escondido,
en los surcos de la madre,
en el llanto del trapiche,
en el espíritu noble cubierto de angustia.

IV

¡Oh, Anacaona! ¡Anacaona!
Tu pueblo duerme en el agua encendida,
en el gemido del higüero,
en el sudor de la danza mortificada
y en las manos vacías…

Yace en la verdad penetrante,
en el polvo ancestral que descansa en los huertos,
en el hoy que te canta y con lágrimas clama.

Tu corazón… late en nuestro pecho
para recordarnos que somos
barro y estrella…

Hoy atesoro una azada
y no sé cómo arrimar mi hombro al campo.
Vivo un mundo de tinieblas,
sin cosechas y sin canto…

Despierta en mí el alma taína
que aviva la tierra,
permíteme penetrar realidades profundas
y develar los misterios de la vida…

¡Ah, Anacaona!…
Quiero volar, sin tormentos,
y nadar como un pez
por las aguas cristalinas del comienzo.
Quiero vivir como tú,
Caonabo, Enriquillo y Bohechío.


florecitas

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