La Garza
Por Felipe Pichardo Moya (1892-1957)
¡He matado una garza!
Lo confieso, Señor.
En el cristal del aire, toda blanca
y como transparente bajo el sol,
yo la vi que cruzaba
y la maté, Señor.
En el silencio de la tarde, alta,
muy alta, ella pasó.
Como una fina flecha se aguzaba
sabe Dios hacia dónde… ¡Sabe Dios!
Y sin saber por qué me eché a la cara
la escopeta sacrílega, Señor.
Y la carga de plomo fue a la garza,
y la garza cayó.
Cayó como el pañuelo de una amada
que nos dijese adiós…
Y luego, al acercarme adonde estaba
en la tierra cubierta de verdor,
rotas, con sangre, le encontré las alas
y una herida feroz
sobre las plumas blancas.
Era como una mueca de dolor…
Y fui yo quien mató a la garza!
¿Sabría ella que había sido yo?
Oh, dime, dime que no vio mi arma.
Oh, dímelo, Señor,
que yo le lavaré las plumas blancas,
le cerraré la herida del pulmón,
y en el silencio de las tardes claras
yo le pondré, Señor,
mis pensamientos a sus muertas alas
para que vaya adonde no llegó…
Mas dime, dime que no vio mi arma,
oh, dímelo, Señor:
yo te prometo que le daré a la garza
mi propio corazón!
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