Cabral-III

[Carta a] Compadre Mon

Tanto he pisado esta tierra, 
que es ella la que anda ya. 
Compadre Mon.

Por una de tus venas me iré Cibao adentro. 
Y lo sabrá el barbero, aquel que los domingos 
te podaba las barbas 
como quien poda un árbol de la patria.

Y también Domitila lo sabrá, Domitila 
que mientras comadreaba tenía entre las manos 
unos duendes que hacían pan sabroso hasta el lodo. 
Y hablo de Domitila, porque sin esa cosa… 
quizá ni tu revólver fuera un poco de pueblo. 
Porque ella fue tu risa, fue tu pan y tu catre. 
¿Qué hubiera sido entonces de esas cosas humildes 
que tocaron tus manos, tu calor, tus pisadas?

Tu caballo 
hubiera sido siempre una bestia cualquiera. 
Tal vez sin estas cosas los muchachos con sueño 
ya hubieran enterrado tu pistola, tu espuela; 
todo lo que en tu cuerpo y en tu aire 
es la tierra que quiso no quedarse dormida.

Porque tú, que no fuiste nunca niño de escuela, 
a la escuela te llevan en la boca los niños.

Es que no quiero hablar de tus cosas mayores, 
ni aún de aquella extraña madrugada en que diste 
órdenes a un soldado 
para que repicara las campanas 
por tu llegada al pueblo.

No. 
No quiero hablar ahora de tus cosas de todos. 
De lo que quiero ahora 
es hablar del remiendo que te hacía la tía 
en aquellos no aún gloriosos pantalones. 
Hablo de la ternura con que tú ya besabas 
sus manos costureras, cuando aún tus bolsillos 
se cargaban de piedras para romper faroles. 
La gente que te vio tan pequeñito 
no pensó que la tierra se iba a poner tan grande…

Ahora, 
cualquiera cosa tuya huele a patria. 
Hasta Tico, el lechero 
que llega con un poco de leche en su sonrisa, 
y me dice: 
aquí, Manuel, estuvo Mon un día, 
¡que no rompan la silla donde lo vi sentado, 
arrimao a esta puerta!

Ya ves, Compadre Mon, 
no puedo hablarte ya de cosas grandes; 
tu pistola, tus barbas, tu caballo, 
tu nombre, 
todo es pequeño junto a esta sonrisa. 
¡Cómo brilla tu historia en los dientes de Tico!

Qué grande estás, Compadre Mon en esas 
cosas pequeñas.

¡Por las ventanas de Tico yo me iré Mon adentro!

El maíz no lo sabe, 
ni el trueno, 
ni el agua. 
Pero tú estás en el maíz del niño 
que piensa crecer mucho y tener tu tamaño, 
y tener un caballo como el tuyo 
que entró en la historia a fuerza de ser patria.

El trueno no lo sabe, 
pero tú estás en la garganta ronca 
de los tambores que enronquecieron 
de tanto hablar de ti…, de los rugidos 
del paso de tu sangre. 
El agua no lo sabe, 
pero eres, el agua con un cuento… 
tú le pusiste edad al agua de los hombres… 
al agua que más duele, la pesada 
¡que siempre llena venas, y con sed siempre el hombre!

Sin embargo, no quiero, 
no quiero hablar, compadre Mon, de esas cosas visibles tuyas… 
Yo prefiero decirte que Cachón, un muchacho 
enclenque de mi pueblo, 
estuvo muchos días y demasiadas noches, 
torturándose, 
fabricando, 
puliendo unas estrofas, y luego, sin comer, 
muchas veces, 
iba a mi casa, casi asustado, 
casi tartamudo, sorprendido, 
y como quien comete su más sagrado crimen, 
me decía: -Manuel, aquí tengo una cosa 
que quiero que tú veas. 
Pero nunca, nunca pude leerla, 
porque temblaba para darme aquello…, 
y volvía a su casacón aquello en secreto, 
y volvía a pulir, 
y a no dormir, 
ni comer, 
y volvía a hablar solo.

De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia: 
de aquel muchacho débil escribiendo tu nombre, 
buscando entre tus barbas raíces de la tierra, 
los árboles perdidos de la patria… 
De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia: 
de aquel muchacho en huesos 
que iba a la barbería 
y diez veces le preguntaba al barbero 
que cuánto le debía… 
(Porque, Mon, es muy triste 
no terminar un verso).

Aquel muchacho simple que perdió la memoria 
y que yo le decía que comiera… 
Aquella emoción pura que al nombrarte, parece 
que se abría las venas para que se bebieran 
hondo y tibio tu nombre.

Esto sí me parece que no deja que el tiempo 
gaste hasta lo más simple de tu voz: 
tu sonrisa. 
Y a ti, Compadre Mon, que te encontré una tarde 
haciendo el hoyo puro 
del futuro cadáver de tu cuerpo 
(porque nunca supiste que tu muerte 
no cabe en ningún hoyo de la tierra).

Yo mismo que de niño te conocí en el aire 
que respiraba el pueblo, 
iba ya repartiéndome tu vida, 
iba haciéndole un poco de mis cosas, 
iba ya no dejándole morir… 
Después el campamento se ocupó de tu nombre, 
de tus cosas mayores. 
Y era difícil ya, que como un hombre cualquiera, 
te pegaras un tiro, 
o te entregaras a menudencias, 
a pequeñas manías; 
porque hasta aquellas inútiles palabras a tu gato 
tenían ya un sentido, 
porque así son, Don Mon, todas las cosas 
que pertenecen a lo que ya tiene 
tamaño de destino…

Un simple canto de gallo que despierta 
las cosas de la mañana, 
toma de pronto la estatura de un siglo. 
Si entre las cosas que se despiertan con su canto 
se levanta un caballo con la historia en el lomo.

Te estoy diciendo esto, viejo Mon, ahora 
en que hacer unos versos y ponerse a decirlos 
es un peligro… tan grande 
como ponerse a hacer la patria 
con sables de madera de sándalo. 
Porque nosotros, los que hacemos 
estas cosas de sueño, no estamos preparados 
para la fiesta del honor con precio…

Yo voy, a ratos, ciegos que tocan su instrumento 
por unos cuantos cobres. Muchas veces, 
después de sus canciones, voy a verme al espejo, 
y miro bien mi cara para ver si es la mía… 
Porque, a veces, cuando cantan los ciegos, 
muchas cosas del cuerpo voy dejando 
no sé a dónde… 
Por eso, 
pregunto por mi nombre cuando cantan los 
ciegos.

Te estoy diciendo esto porque a veces
lo que nació en tu pecho lo tienes en la mano…
Te estoy diciendo esto, viejo Mon, porque a ratos,
hablas conmigo cosas que hablando no me dices.
He caminado mucho por los ríos
que vienen de tu cuerpo cuando a oscuras
te hicieron; y sé que cuando sangras
te salen por las venas los sueños más varones.
Es que desde hace tiempo,
tú contruyes la patria, destruyéndote.


florecitas

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