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Angustias[1]

Al poeta amigo Arturo Pellerano Castro

Su mano de mujer está grabada 
hasta en el lazo azul de la cortina; 
no hay jarrones de China, 
pero es toda la estancia una monada. 
Con un chico detalle, 
gracia despliega y bienestar sin tasa, 
a pesar de lo pobre de la casa 
a pesar de lo triste de la calle.

Cuando el ardiente hogar chispas difunde, 
cuando la plancha su trabajo empieza, 
para cercar de lumbre su cabeza, 
en sólo un haz se aduna 
el brillo de dos luces soberanas; 
un fragmento de sol, en las ventanas; 
un destello de aurora, en una cuna!

¡Qué sima del ayer a lo presente!… 
Allá, en retrospectivos horizontes, 
la desgracia pasó sobre su frente, 
cual una tempestad sobre los montes.

Era muy bella, ¡por extremo bella!; 
y estuvo en su mirada 
la candente centella 
donde prendió su roja llamarada 
la pira que más tarde la consume, 
la que le hurtó, de tímida violeta 
con el tierno matiz, todo el perfume.

Fue su triste caída, 
lo mismo solitaria que completa; 
y como en casos tales de amargura, 
desde ella hasta Luzbel todo es lo mismo; 
una vez desprendida de la altura, 
cebó en ella sus garras el abismo. 
Quedó al horror sumisa 
con expresión que por tranquila, espanta; 
apagada en los labios la sonrisa, 
extinguida la nota en la garganta. 
Flotó en la hirviente ola 
con el raudo vaivén del torbellino, 
y se encontró… sentada en el camino, 
entristecida, macilenta, y sola!…

Pero así como planta que caída, 
después que la desnuda 
rama por rama la tormenta cruda; 
a pesar de la fuerza que la azota, 
de la raíz asida 
queda, y más tiernos sus renuevos brota; 
cuando estaba su oriente más distante, 
y más desfallecida la materia; 
brotó la salvación dulce y radiante 
por donde entró señora la miseria.

Si es cierto que invisibles 
pueblan los aires almas luminosas, 
hubieron de acudir a aquel milagro, 
como van a la luz las mariposas.

Así el suceso su mansión inunda 
con tintes apacibles: 
la gran madre fecunda, 
naturaleza sabia y bienhechora, 
miró piadosa su profunda pena, 
palpó la enfermedad que la devora; 
y en su amor infinito, 
la puso frente a frente de una cuna; 
a la vez que vocero del delito, 
de calma y redención anunciadora! 
¡Quién dirá lo que siente 
al verse de la cuna frente a frente!… 
Su corazón de madre se deslíe, 
y al hijo que es su gloria y su embeleso, 
le premia con un beso, si es que ríe; 
le acalla, si es que llora, con un beso.

Al calor que la enciende 
¡cuántas cosas le dice, 
que el diminuto infante no comprende, 
tan tiernas a la par como sencillas!… 
Es un desbordamiento de ternuras, 
sin valladares, límites, ni orillas!…

De pronto, en su alma sube 
la hiel de sus pasadas desventuras; 
y mientras surca y moja sus mejillas 
llanto a la vez de dicha y desconsuelo, 
cual si Dios la empujase desde el cielo, 
¡cayó junto a la cuna de rodillas!

Y ante el espacio estrecho 
que ocupa aquella cuna temblorosa, 
como se abre el botón de un alba rosa, 
la rosa del deber se abrió en su pecho!

¡Reída alborescencia 
la que de Angustias el camino ensancha, 
escrita en surcos de la urente plancha 
y en serena quietud de la conciencia!

¿Hay algo oculto y serio 
entre los pliegues de su afán constante?… 
¿Anubla su semblante 
la vagarosa bruma de un misterio?… 
La audaz de la vecina 
que, cual prójima toda, es muy ladina, 
quita al misterio la tupida venda, 
desparrama la cosa 
con todo este chispear de vivas ascuas: 
-“El chiquitín, un sol; cerca las Pascuas; 
y le trae preocupada y afanosa 
el trajecito aquél que vio en la tienda”.

Por éso, y así el Bóreas yazga inerme 
o airado soplo con violento empuje, 
Angustias canta, el pequeñuelo duerme, 
la plancha suena, la madera cruje.

(1886)


[1] Publicado en Letras y Ciencias, Año V, No. 107, Sto. Dgo, R.D., 18 de octubre de 1896. Está en todas las ediciones de Galaripsos.


florecitas

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