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Mairení[1]


(Episodio trágico de la conquista)[2]

¡Llega, se salva! El inerte 
follaje le da camino 
contra el rugido de muerte 
que a su espalda, bronco y fuerte, 
sale del bando asesino.

Es Mairení el antillano: 
el de la valiente raza 
del altivo quisqueyano; 
el de la robusta mano, 
el de la potente maza.

Viene de la infausta vega, 
donde entre sangre, que ciega 
vierte la inicua matanza, 
desfallece la esperanza, 
y la libertad se anega.

Viene de la ruin batalla 
en que, a par del arcabuz 
que en roncos truenos estalla, 
opone al derecho valla 
el cielo, desde la cruz.

Mudo el caracol guerrero; 
las tropas indias deshechas; 
salvando el círculo fiero 
que hacen las puntas estrechas 
del advenedizo acero,

torna Mairení vencido 
al silencio de sus sierras; 
si el corazón dolorido, 
el espíritu atrevido 
fraguando futuras guerras.

Que ese monte, que le ofrece 
abrigo en su fuga y duelo, 
y el aura que lo remece, 
y ese sol que resplandece, 
¡aún son su tierra y su cielo!

¡Su tierra! ¡Con qué fruición 
la envuelve en honda mirada! 
Desde el oscuro montón 
que hace en la selva callada 
el volcánico peñón,

hasta la lista indecisa 
de la comba cordillera 
que a lo lejos se divisa; 
de los arbustos que pisa, 
a la gallarda palmera.

No piensa, en tal panorama 
el bravo cacique absorto, 
que a la luz que el aire inflama, 
es débil muro una rama, 
y una selva asilo corto.

Mientras allá en lo lejano 
le convida la montaña, 
él se detiene en el llano, 
ya abierto al empuje insano 
de los soldados de España.

Ya le alcanzan, con veloces 
pasos, y en brusca algarada 
de ásperos gritos feroces, 
«ríndete», claman las voces, 
mientras lo impone la espada.

Pero él les mira: comprende 
que es vana toda porfía; 
ve que la lumbre sombría 
de sus ojos le pretende 
para más lenta agonía;

y «es mío», dice sonriente, 
«mi destino todo entero». 
Y contra el peñón austero 
rompiendo la altiva frente, 
¡se abre al sepulcro sendero!

Caen las hojas secas, vuela 
sobre el tronco ensangrentado 
el polvo; y amortajado 
así, bajo el sol se hiela. 
Y allí queda abandonado,

hasta que una mano amiga, 
en la noche tenebrosa, 
a la tierra el cuerpo liga, 
sin una piedra que diga: 
«¡Por ser libre, aquí reposa!»

Y allí yace, al murmurío 
de las hojas; al tenaz 
rumor de lejano río… 
¡Deidades del bosque umbrío, 
dejadle que duerma en paz!

(1885)


[1] Publicado en Letras y Ciencias, Año VI, No. 125, Sto. Dgo,, R.D., 16 de julio de 1897. Está en todas las ediciones de Galaripsos.
[2] Este subtítulo, que aparece en Letras y Ciencias, no figura en ninguna de las ediciones de Galaripsos.


florecitas

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