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Romance[1]

Visita a La Isabela

A Luis A. Bermúdez

Habían hecho la jornada 
a lo que fue La Isabela, 
con la unción del mahometano 
que camina hacia la Meca.

Viejo propósito ha sido; 
concierto que desde Iberia 
formaron, y cumplen hoy 
como devota promesa.

Vienen a ver los lugares 
en que sus deudos murieron, 
bajo el yugo abrumador 
de ocupaciones plebeyas.

Caballeros de Castilla, 
con disciplina severa, 
Colón les puso al trabajo, 
y les mató la faena.

Vienen a ver las ruinas, 
el leve polvo que resta 
de aquella ciudad famosa, 
hace diez lustros deshecha.

¡Y ora frente a su perímetro 
están, con el alma opresa, 
y en silencio que había más 
que la mayor elocuencia!

-“!Oh, tú, villa! bautizada 
en honor de la gran reina! 
¡Oh, ciudad, del Nuevo Mundo 
la que fundaron primera!

Llamada a ser de estas Indias 
indisputable cabeza, 
¡quién te ve, que no se asombra…! 
¡quién te ve, que no se apena…!

Eres patrona del vulgo; 
de los ociosos conseja; 
y te dominan, impunes, 
la broza, terrible dueña 
de tu asiento, y el lagarto, 
“monarca de la maleza”.

De altos recuerdos henchida; 
subsolada de osamentas 
humanas; sin pueblo y triste; 
todo ruido adquiere en ella 
repercusión alarmante, 
sonoridades siniestras.

Los arbustos que a los pies 
de ambos hidalgos se quiebran, 
emiten chasquido sordo, 
chasquido de calaveras.

Zumba un enjambre en las flores; 
y el zumbido tenaz, suena 
como el roncar melancólico 
de alguna gaita gallega.

El airecillo sutil 
que se tuerce y culebrea 
al pasar entre la fronda, 
se plañe, como alma en pena.

O bien, un pájaro-mosca 
de un aletazo se aleja. 
moviendo un bronco rumor, 
tan extraño que consterna.

Hasta el mismo sol ayuda 
a la fatídica escena: 
entre una nube que pasa 
y otra nube que se acerca, 
ilumina incierto a ratos; 
a ratos su lumbre vela.

De pronto, los peregrinos 
abocan una amplia senda; 
de corpulentos yagrumos 
y jabillas corpulentas 
hermosamente sombreada 
a una mano y a la opuesta.

Allá en el fondo unos muros 
hechos pedazos, blanquean: 
son de casas derruidas 
de la difunta Isabela.

Y hacia mitad del camino, 
de espaldas a los que llegan, 
unos doce caballeros 
lentamente se pasean.

Van con los negros sombreros 
ornados en plumas negras; 
los vestidos, enlutados, 
y las capas, cenicientas.

Como en una procesión, 
discurren en dos hileras 
pausados, ceremoniosos, 
en silencio, y con cautela.

Es de ver que los estoques 
y la oscura vestimenta, 
lucen pautados por moda 
que hace tiempo no se lleva.

Y en tanto que las pisadas 
de los hidalgos son huecas, 
las suyas no alzan más ruido 
que el que las sombras hicieran.

De súbito se detienen; 
las enjutas caras vueltas 
a los intrusos; les miran 
con insistente fijeza; 
taciturna la expresión, 
y muy juntadas las cejas.

Saludando los hidalgos 
con airosa continencia, 
de su sombrero, en las manos, 
las pintadas plumas tiemblan.

¡Dios guarde a los caballeros 
por largos años! Empresa 
sin duda muy semejante 
y acomodada a la nuestra, 
os traerá por estos sitios, 
donde en bravísima época 
tales sucesos pasaron 
que una larga historia llenan.

Callando se están los doce; 
pero en cortés reverencia, 
a los chambergos levantan 
pausadamente las diestras;

saludan y, al saludar, 
¡horror que la sangre hiela! 
se vienen con los sombreros 
desprendidas las cabezas…!

(1899)


[1] Publicado en Revista Ilustrada, Vol. I, No. 17, Santo Domingo, R.D., 1 de abril de 1899.


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