Incendio[1]
Dormida está la ciudad,
bajo los limpios reflejos
de una luna sin mancilla
en un nacarado cielo.
Allá lejos zumba el mar;
acá suspira el misterio
y en las hebras de la luz
flota en su hamaca el silencio.
¡Qué de fantasmas de rosas,
en blando revoloteo
invaden calladamente
los cortinajes del lecho!
¡Qué tropel de diminutos
y ágiles duendes aéreos
se deslizan impalpables,
paz y calma repartiendo!
Todo, hasta el aire, es marasmo,
todo, hasta la luz, es sueño;
todo, hasta el duelo, es quimera:
¡sólo el mal está despierto!
De cuya presencia adusta,
de cuyo empuje soberbio,
hablan, gritan las campanas
con vibrante clamoreo.
Y allá al lado del poniente,
entre oleadas de humo denso,
asoma el robusto monstruo
su roja cresta de fuego.
«Venid» parece que dice;
parece que clama: «os reto»,
con su ruido de agua grande,
con sus crujidos siniestros.
¿Quién no lo vio…? Era uno solo,
y revistió en sus efectos,
los mil tonos, las mil formas,
de un espantable Proteo.
Como niño que en petardos
entretiene el raudo tiempo,
así niño en unas partes,
todo lo estallable uniendo,
estallaba en un volcán,
del raro volcán contento.
Enamorado, otras veces,
del uno al contrario extremo
iba hablando con su amada
a puras lenguas de fuego,
hasta perecer con ella
en blancas cenizas vuelto.
Ora bajando intranquilo,
ya presuroso subiendo,
ya contra el viento accionando
ya corriendo contra el viento;
escudriñando unas veces,
otras veces destruyendo;
dormido como un león,
en súbito apagamiento;
para surgir más robusto,
más voraz y más tremendo;
con profundidad de abismo,
con escalofrío de vértigo
era tristemente grande,
era noblemente tétrico
y hermoso terriblemente
¡aquel conflicto de incendio!
Pero más hermoso aún
el alcance del esfuerzo
que trajo el coloso a tierra,
junto a las ruinas deshecho.
Y más hermoso el que prueba
que Jesucristo no ha muerto;
que el mal sólo es transitorio,
que el bien es el solo eterno.
Porque ¿sabe acaso el ave,
después que el ciclón va lejos,
lo que la rama querida
y el dulce nido se hicieron?…
Lo sabe la caridad,
y es solamente por eso
que abre, mirando a las víctimas,
¡su manto color de cielo!
(1883)
[1] Publicado por primera vez en Deligne, Gastón F. Páginas olvidadas, Editora Montalvo, Ciudad Trujillo, R.D., 1944.
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