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Introducción a la literatura de Santo Domingo

Como Introducción de estas páginas dedicadas a la Poesía Dominicana, escogemos un trabajo de Pedro Henríquez Ureña que apareció en Historia Universal de la Literatura, por Santiago Prampolini, Buenos Aires, 1941, tomo XII.

Aún cuando este trabajo se refiere la literatura dominicana en general (y solamente hasta las primeras décadas del siglo XIX), es un buen resumen de lo acontecido hasta su fecha de publicación.


Literatura de Santo Domingo

Pedro Henríquez Ureña

La isla de Santo Domingo -territorio dividido ahora entre dos naciones pequeñas, la República Dominicana, de idioma español, y la República de Haití, de idioma francés- antes del Descubrimiento estuvo poblada en su mayor parte por indios pacíficos que hablaban una de las muchas lenguas de la familia arahuaca, el taíno: sólo habían alcanzado cultura rudimentaria; su lengua despareció, legando unos centenares de palabras al castellano de las Antillas, y de su poesía sólo quedan noticias. El “areíto” -palabra que los españoles pronunciaron después “areito”- era su danza cantada; a juzgar por las descripciones del P. Las Casas y de Oviedo, los había rituales, históricos, festivos.

En países como México, Guatemala, el Perú, la poesía, la música, la danza, las representaciones dramáticas de los indios sobrevivieron y a veces se mezclaron con las que trajo el español. Nada de eso sucedió -que sepamos- en Santo Domingo. Los comienzos de literatura de que puede ocuparse la historia hay que buscarlos en los escritos de descubridores y conquistadores. La literatura de idioma castellano comienza para Santo Domingo con el Diario del viaje de Colón, en el extracto del P. Las Casas, y con las cartas -a los Reyes Católicos y a Sánchez y Santángel- en que narra el Descubrimiento. Contienen descripciones vivaces. Entre 1493 y 1494, el médico andaluz Diego Álvarez Chanca, en carta al Cabildo de Sevilla, da las primeras descripciones de fauna y flora de América, con intento de precisión científica; poco después el jerónimo catalán Fray Román Pané recoge observaciones sobre creencias religiosas de los indios.

En diez años, los españoles sojuzgan con poco esfuerzo a los indios, y para 1505 tienen fundadas diecisiete poblaciones de tipo europeo, sin contar las fortalezas: la Isla Española vino a ser el centro de la transplantada cultura occidental durante treinta años, y su principal ciudad, Santo Domingo, fundada en 1496, será la capital del Mar Caribe hasta mediados del siglo XVIII. Pronto se establece allí el gobierno general de América: de 1509 a 1526, Diego Colón, el hijo del Descubridor, es virrey de las Indias con asiento en Santo Domingo; después de su muerte, la corona de España suprime el virreinato y divide la administración de las nuevas tierras. Santo Domingo, con su Real Audiencia, ejercía jurisdicción sobre las islas del Mar Caribe y parte de la costa septentrional de la América del Sur. Jurisdicción semejante ejerce, en el orden eclesiástico, su arquidiócesis (obispado en 1503; arzobispado en 1545), primada de las Indias, y, en la cultura intelectual, su Universidad de Santo Tomás de Aquino, el antiguo colegio de los frailes dominicos, que desde 1538 adquiere categoría universitaria: junto a ella existió, con menor brillo, la de Santiago de la Paz, fundada en 1540. La ciudad se llamó “Atenas del Nuevo Mundo“. Albergó, a veces largo tiempo, a los grandes exploradores y conquistadores: Hernán Cortés -que fue escribano en la Villa de Azua-, Diego Velázquez de Cuéllar, Juan Ponce de León, Rodrigo de Bastidas, Alonso de Hojeda, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Alvarado, Francisco Pizarro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Hubo allí eminentes obispos y arzobispos, desde el humanista italiano Alessandro Geraldini (1455-1524), a quien debemos los primeros versos en latín escritos en el Nuevo Mundo, hasta Fray Fernando de Carvajal y Rivera (1633-1701), buen prosador conceptista. El Convento de Predicadores tuvo vida gloriosa: dos de sus fundadores, Fray Pedro de Córdoba y Fray Antón de Montesinos, abrieron la campaña en favor de los indios; el episodio de los dos memorables sermones iniciales del P. Montesinos está contado en la Historia de las Indias, del P. Las Casas. De allí salieron los fundadores de multitud de conventos en América: entre ellos, Fray Domingo de Betanzos, Fray Tomás Ortiz, Fray Tomás de Torre, Fray Tomás de San Martín, Fray Tomás de Berlanga, Fray Pedro de Angulo. Allí se inicia en la predicación Fray Alonso de Cabrera, uno de los grandes oradores del siglo XVI. Allí profesó Fray Bartolomé de las Casas, que recogió como herencia la campaña de los fundadores. El Convento de la Merced dio albergue al creador de Don Juan, Tirso de Molina, que allí ejerció de maestro cerca de tres años (1616-1618). Hubo también erasmistas, como Lázaro Bejarano, y hasta protestantes.

De los muchos escritores europeos que allí vivieron, los más unidos a la isla, los que más largamente escribieron sobre ella, fueron Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), con su Historia de las Indias y su Apologética historia y Gonzalo Fernández de Oviedo (1479-1557), con su Historia general y natural de las Indias y el Sumario que la precedió (1526).

Desde el siglo XVI la isla produce escritores: los principales, Fray Alonso de Espinosa, de quien sólo sabemos que comentó el salmo Eructauit cor meum…(ver Nota); el canónigo Cristóbal de Liendo (1527-1584), hijo del arquitecto montañés Rodrigo Gil de Liendo; el predicador Fray Alonso Pacheco, provincial de los agustinos en el Perú; el mercedario erasmista Fray Diego Ramírez; el P. Cristóbal de Llerena, de quien nos queda un agudo entremés, que fue representado en la Catedral (1588) y contiene acerbas críticas de la vida pública de la colonia; las más antiguas poetisas de América, doña Elvira de Mendoza y Sor Leonor de Ovando (escribía desde antes de 1580; vivía aún en 1609), que sabía ascender hasta el más afinado conceptismo devoto:

“Y sé que por mí sola padeciera
y a mí sola me hubiera redimido
si sola en este mundo me criara”

Del siglo XVII conservamos pocos escritos, pero muchos nombres de escritores: entre ellos, Tomás Rodríguez de Sosa, Luis Jerónimo de Alcocer, Fray Diego Martínez, Baltasar Fernández de Castro, Tomasina de Leiva y Mosquera. Según Isaiah Thomas, el bibliógrafo norteamericano, entonces se introdujo allí la imprenta; pero sólo se conocen impresos dominicanos muy posteriores.

En el siglo XVII se distinguen Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768), autor del primer bosquejo, escrito en rica prosa, de Historia de la isla y Catedral de Cuba, donde fue obispo y tuvo valerosa actitud, bien recordada ante los ingleses que invadieron La Habana en 1762; el P. Antonio Sánchez Valverde (1729-1790) que, en su tratado El Predicador (Madrid 1782) intenta corregir los entonces frecuentes abusos de la oratoria sagrada (eran los tiempos de “Fray Gerundio”), y que en su Idea del valor de la Isla Española (Madrid, 1785) aboga en favor de su tierra, descuidada por la metrópoli; Jacobo de Villaurrutia (1757-1833), polígrafo a quien interesaron muchas de las grandes y de las pequeñas cuestiones humanas y la situación de los obreros hasta el progreso del teatro y de la prensa: sus variadas publicaciones abarcan desde una selección de pensamientos de Marco Aurelio (Madrid, 1786), hasta la traducción de una novela inglesa de Frances Sheridan (Alcalá de Henares, 1792); con Carlos María de Bustamante fundó el primer Diario de México (1805).

De 1795 a 1844 la isla sufre graves trastornos. Consecuencias: la porción francesa, Saint-Domingue, se hace independiente bajo el nombre de Haití (1804); la porción española, Santo Domingo, se hace independiente en 1821, la invaden los haitianos, recobra la independencia en 1844, y toma el nombre de República Dominicana. Durante esos cincuenta años de convulsión hubo emigraciones numerosas, principalmente a Cuba, adonde los dominicanos llevaron la cultura entonces superior de Santo Domingo: “para el Camagüey y Oriente -dice el escritor cubano Manuel de la Cruz- fueron verdaderos civilizadores”. De las familias emigrantes proceden José María Heredia, el gran poeta de Cuba (y después su primo y homónimo el poeta cubano-francés) y Domingo del Monte, que presidió durante años, con su cultura amplísima, la vida literaria de Cuba. Nativos de Santo Domingo eran, entre los muchos hombres de letras que pasaron la mayor parte de su vida fuera de su patria, José Francisco Heredia (1776-1829), cuyas Memorias sobre las revoluciones de Venezuela (1810-1815) cuentan entre los mejores libros históricos del período de luchas en favor de la independencia de América (era el padre del “Cantor del Niágara”); Antonio del Monte y Tejada (1783-1861), que escribió con elegante estilo una Historia de Santo Domingo (I, La Habana, 1853; completa, Santo Domingo, 1890-1892); Esteban Pichardo (1799-c. 1880), geógrafo y lexicógrafo, autor del primero -y uno de los mejores- entre los diccionarios de regionalismos de América; Francisco Muñoz Del Monte (1800-c. 1865), poeta y ensayista de buena cultura filosófica; el naturalista Manuel de Monteverde (1795-1871), según el ilustre cubano Varona “hombre de estupendo talento y saber enciclopédico”, que entre otras cosas escribió unas deliciosas cartas sobre el cultivo de las flores; Francisco Javier Foxá (1816-c. 1865), el primero en fecha entre los dramaturgos románticos de América, con Don Pedro de Castilla (1836) y El templario (1838): la noche del estreno del primer drama fue “célebre en Cuba como la del estreno del Trovador en Madrid”; José María Rojas (1793-1855), periodista y economista, fundador de una casa editorial en Caracas; José Núñez de Cáceres (1772-1846), jurista, periodista y poeta, que proclamó la independencia y presidió el Estado en 1821: había sido antes rector de la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Contemporáneo de ellos es el egregio pintor Théodore Chassériau (1819-1856), nacido en Santo Domingo bajo la dominación española.

Cuando, después de 1844, la República Dominicana trata de organizarse y asentarse, la obra es lenta y sólo empezará a dar frutos visibles treinta años después. La cultura se reconstruye poco a poco; le da grande impulso, desde 1880, con nuevas orientaciones, el eminente pensador puertorriqueño Eugenio María Hostos (1839-1903). La literatura había empezado a levantarse con Félix María del Monte (1819-1899), autor precisamente del Himno de guerra contra los haitianos (1844), poeta y orador. Tanto él como Nicolás Ureña de Mendoza (1822-1875) y José María González Santín (1830-1863) escriben con sabor y delicadeza sobre temas criollos, campesinos o urbanos (desde 1855). Javier Angulo Guridi (1816-1884) introduce los temas indios con su drama Iguaniona (escrito en 1867) y su romance Escenas aborígenes, y los temas de la leyenda local con novelas como La ciguapa y El fantasma de Higüey. Su hermano Alejandro (1818-1906) escribió pricipalmente sobre temas filosóficos y políticos. Sobre todos ellos se destaca del Monte, con el extraño acento de sus versos de amor: la “Dolora”, “Yo vi una flor en el vergel risueño”…; los sonetos que comienzan:

“¿No hay en tu fosa suficiente hielo?
¿No hay en la eternidad bastante olvido?”

las octavas “Tú que en los sueños de mi edad primera”…:

“Escucha, aquellos lazos que en la vida
ligaron, a la tuya, extraña suerte,
ya en su piedad los desató la muerte,
purificando su abatido ser.
Retornarás a mí: que en el espacio
do flotan, sin chocarse, tantos mundos,
sobreviven intensos y profundos
los sentimientos del amor doquier.

“Sí, sobrenadan en la esencia pura
que a modo de torrentes de armonía
en piélagos de ardiente simpatía
la atmósfera circundan del Señor…
No se alza de la tierra ni un deseo
que no haya bendecido el Hacedor…

“Ven a mí saturada de la glora
en que nada tu espíritu divino…

Explícame esa ley aterradora
que a perseguir tu sombra me condena…”

Aparecen muchos prosistas: como escritores políticos. Ulises Francisco Espaillat (1823-1878), gobernante ejemplar, Gregorio Luperón (1839-1897), Mariano Antonio Cestero (1838-1909); como historiador, el primero que trata de abarcar todo el pasado y el presente cercano del país, José Gabriel García (1834-1910); Fernando Arturo de Meriño (1833-1906), majestuoso orador sagrado, que fue presidente de la República (1880-1882) -como Espaillat y Luperón- y después arzobispo (1885); Emiliano Tejera (1841-1923), sabio investigador de la época colonial y del idioma indígena de la isla, con estilo puro y enérgico: en sus libros sobre el hallazgo de los restos de Colón en Santo Domingo (1877) hay páginas admirables de historia. El más puro hombre de letras es Manuel de Jesús Galván (1834-1910), autor de la gran novela histórica Enriquillo, escrita en prosa castiza, pulcra, de ritmo lento y solemne; ciñéndose unas veces a los hechos, otras innovando, da en amplio desarrollo el cuadro de la época de la conquista, desde la llegada de Ovando hasta la justa rebelión del último cacique de la isla, desde 1519 hasta 1533, año en que termina con generosa decisión de Carlos V.

Después de nuevos poetas estimables -Encarnación Echavarría de Del Monte (1821-1890), Josefa Antonia Perdomo y Heredia (1834-1896), Manuel de Jesús de Peña y Reinoso (1834-1915), Manuel Rodríguez Objío (1838-1871)- aparecen José Joaquín Pérez (1845-1900) y Salomé Ureña de Henríquez (1850-1897), a quienes define así Menéndez Pelayo, el más grande de los críticos españoles: “Para encontrar verdadera poesía en Santo Domingo hay que llegar D. José Joaquín Pérez y a doña Salomé Ureña de Henríquez; al autor de “El junco verde”, de “El voto de Anacaona” y de la abundantísima y florida “Quisqueyana”, en quien verdaderamente empiezan las Fantasías indígenas, interpeladas con los “Ecos del destierro” y con las efusiones de “La vuelta al hogar”; y a la egregia poetisa que sostiene con firmeza en sus brazos femeniles la lira de Quintana y de Gallego, arancando de ella robustos sones en loor de la patria y de la civilización, que no excluyen más suaves tonos para cantar deliciosamente “La llegada del invierno” o para vaticinar sobre la cuna de su hijo primogénito”. En la obra de José Joaquín Pérez ocupa el centro la colección de Fantasías indígenas (1877), poemas narrativos unos, como “El junco verde” y “El voto de Anacaona”, líricos otros, como el originalísimo “Areito de las vírgenes de Marién”, en que el poeta transfigura la teogonía de los indios quisqueyanos apoyándose en los pobres datos del P. Román Pané. La “Quisqueyana” (1874), descripción de la naturaleza de la isla, podría servir como introducción a las Fantasías. Las poesías sueltas abarcan desde los “Ecos del destierro” (1872) y “La vuelta al hogar” (1874) hasta los “Contornos y relieves” (1897-1899) donde se advierte feliz contaminación de la poesía fin de siglo. “El nuevo indígena” (1898) es una imagen del nuevo hombre de América, que ya no es el español ni el indio, sino una nueva estirpe con espíritu nuevo. Salomé Ureña de Henríquez escribió menos: le dio fama su poesía civil (1873-1880), con que “voló a combatir contra la guerra” y levantó el espíritu de la nación hacia los ideales de paz y progreso; en “contagio sublime, muchedumbre de almas adolescentes la segía”. Cuando se convenció de que había pocas esperanzas de que mejorara pronto la vida pública, escribió la mejor de sus odas: “Sombras” (1881), y se dedicó a organizar la enseñanza superior de la mujer, bajo la orientación de Hostos. Al graduarse de maestras normales sus primeras discípulas -acontecimiento de gran resonancia en el país- compuso otra de sus mejores odas: “Mi ofrenda a la patria” (1887). Escribió, además, el poema “Anacaona”, de asunto indígena (1880), y versos de hogar que tituló “Páginas íntimas”.

A la misma generación pertenecen Francisco Gregorio Billini (1844-1898), escritor político y autor de la novela regional Engracia y Antoñita (1892); Federico Henríquez y Carvajal (n. 1848), orador, periodista y maestro, gran difundidor de cultura y de civismo; Francisco Henríquez y Carvajal (1859-1935), maestro y escritor político de severa doctrina, que, como Billini, ocupó la presidencia de la república (1916); César Nicolás Penson (1855-1901), el poeta del vigoroso cuadro “La víspera del combate” (1896) y el novelador de Cosas añejas (1891), relatos del pasado local; Federico García Godoy (1857-1924), autor de tres novelas históricas sobre los comienzos de la vida independiente del país Rufinito (1908), Alma dominicana (1911), Guanuma, y crítico de amplia cultura literaria y filosófica en La hora que pasa (1910) y Páginas efímeras (1912); los poetas Enrique Henríquez (1859-1940) y Emilio Prud’homme (1856-1933); los historiadores Apolinar Tejera (1855-1922) y Casimiro Nemesio de Moya (1849-1915), investigadores del pasado colonial.

Aparece después Gastón Fernando Deligne (1861-1913), el más original de los poetas dominicanos, tanto en sus temas como en su forma, nueva siempre en sus expresiones eficaces. Desde temprano reveló su tendencia filosófica en composiciones como “Valle de lágrimas”. Para él, como para Browning, todo es problema: la estructura de sus mejores poemas es la del proceso espiritual que se bosqueja con brevedad, se desenvuelve con amplitud, culmina con golpe resonante, y se cierra, según la ocasión, rápida o lentamente, en síntesis de intención filosófica. El procedimiento comienza en historias de almas de mujer (“Angustias”, 1885; “Soledad”, 1887; “Confidencias de Cristina”, 1892), y después se aplica a casos variadísimos: el chatria que en el choque con la vida aprende a despreciarla y se acoge al nirvana (“Aniquilamiento”, 1895); la poetisa que se consagra al bien de la patria y mantiene “de una generación los ojos fijos en el grande ideal” (“¡Muerta!, 1897); el tirano que después de hacerse “dueño de todo y de todos” tropieza con la venganza popular (“Ololoi”, 1899); Jove Capitolino, que ve a la humanidad perder sus antiguas y sus nuevas creencias, y para consolarla le lleva el Pegaso y la Quimera (“Entremés olímpico”, 1907); singular entre todas, la historia de la choza abandonada y en ruinas que las plantas silvestres asaltan y convierten en tupida masa de flores (“En el botado”, 1897). Además, con sus versos sobre tema político (“Ololoi”, “Del patíbulo”) se convirtió en poeta nacional de nuevo tipo: no poeta heroico, ni poeta civil, sino poeta que medita sobre los problemas de la patria.

Rafael Alfredo Deligne (1863-1902) fue ensayista a la manera antigua, que divaga sobre todos los temas que se le vienen a la pluma (“Cosas que fueron y cosas que son”), prosista de estilo muy suyo, y a la vez poeta de imaginación y sensibilidad en “Ella”, “Nupcias”, “Por las barcas”.

Contemporáneos de los Deligne son Arturo Pellerano Castro (1865-1916), poeta desigual, pero con notas vívidas en Americana (1896), “En el Cementerio”, “Funeraria”, “¿Que se ha muerto el avaro?…”, “No quieras penetrar nunca en su alma…” y en sus Criollas (1907), de rico sabor nativo; Virginia Elena Ortea (1866-1903), poetisa y escritora de estilo claro y terso, muy femenino, tan libre de afectación como de trivialidad, que al menos dejó una página de prosa de finas cadencias “En la tumba del poeta”, y un cuento perfecto en su tipo: “Los Diamantes”; el novelador y cuentista José Ramón López (1866-1922), que trató asuntos criollos del norte del país (Nisia, 1898; Cuentos puertoplateños, 1904); el orador y periodista Eugenio Deschamps (1861-1919); el poeta Bartolomé Olegario Pérez (1871-1900).

Escritores y poetas distinguidos que actualmente producen y publican son Américo Lugo (n. 1871), Fabio Fiallo (n. 1866), Andrejulio Aybar (n. 1873), Tulio Manuel Cestero (n. 1877). No pertenecen, pues, a la historia. Y, salvo una que otra excepción -la principal es Apolinar Perdomo (1883-1918), muy popular por sus delicados versos de amor- las generaciones posteriores a 1880 se mantienen completas. La gente de letras tiene larga vida, y ni siquiera en el trópico se quiebra la norma.


Nota

Largo tiempo se le ha confundido con su homónimo complutense, que recibió el hábito dominico en Guatemala y escribió en las Canarias el libro Del origen y milagros de la Santa Imagen de Nuestra Señora de Candelaria que apareció en la isla de Tenerife, con la descripción de esta isla, publicado en Sevilla, 1594. D. Agustín Millares dice haber comprobado que nació en Alcalá de Henares, según afirmaba fray Juan de Marietta. No puede identificársele, como lo hacía Nicolás Antonio, con el nativo de Santo Domingo. Y ninguno de los dos es, como se creía, “el primer americano que publicó libro”.