Miserere[1]
A Federico García Godoy
¡Oh torva muchedumbre!
‑Clamó escalando el pensamiento mío
la enrojecida cumbre‑
¿Por qué al clamor impío,
por qué al ciego conjuro de la guerra
en pavor y en oprobio hundes la tierra?
¡Ay, la ambición nefanda
‑Júpiter, que en la abrupta serranía
el rayo de la muerte desenfrena‑
responde a mi demanda,
con la voz de su ronca artillería,
sumiendo el corazón en honda pena!
Y entre escombros que aún gimen
coronados de púrpura y de humo,
dominio vasto y sumo
a la arrogante vanidad franquea
el brazo artero que enarbola el crimen,
rindiendo sobre el campo desolado,
cadáver profanado,
el gigante cadáver de la idea.
¡Oh prostituido genio de la guerra
que de un ámbito al otro el duelo espacias:
tu inicua destrucción al mundo aterra,
y aún tus brutales cóleras no sacias!
Tus airados cañones,
con su intenso relámpago, no alegran
generosos pendones:
proclaman la igualdad, no la reintegran;
ni infunden vigorosos ideales
que reconstruyan en la noche aciaga
la fe de nuestros tristes inmortales:
noble faro extinguido
en la conciencia nacional, inerme;
eco viril que el desencanto apaga;
gloria que el sueño de las tumbas duerme!…
Y, ¡oh genio prostituido!
vas por las cumbres fulminando males.
Tus impasibles manos,
que inmolan, sin horror, seres humanos;
y que de un tajo vengador suprimen
engreídas cabezas de tiranos,
acaso fanatizan, no redimen:
arrebatan, deslumbran;
¡pero un ídolo abaten y otro encumbran!
Bien, ¡ay, en tanto, mi dolor lo advierte:
no faltarán espíritus protervos
que asidos a tu lábaro de muerte
se finjan redentores
cuando son sólo siervos
de cadenas cargados y de errores.
¡Oh genio de las ruinas
que en lo hondo del abismo te agigantas;
que hacia la afrenta, sin rubor, caminas;
que sobre escombros tu bandera plantas;
que al bien agobias, la verdad quebrantas,
y en cruel desenfreno,
con la sangre y la escoria que fabricas
haces lodo y salpicas
el dolor de la Patria con tu cieno!
Cruel mentira es tu culto
o sólo al mal eriges tus altares
cuando acudes, terrífico, al tumulto,
talando huertos, desquiciando hogares…
La purpúrea neblina
que el vientre de las llamas ha exhalado,
sube y crece y al cielo se avecina,
mostrándole, en el campo desolado,
una ciudad en ruina;
un informe calvario
de albergues cuyas cálidas pavesas
sirven a esos albergues de sudario;
y gimiendo salmódicas tristezas,
un testigo de piedra: ¡el campanario!
Lejos, mucho más alto, en lo invisible,
sobre la etérea soledad sombría,
parpadeó, terrible,
el ojo eterno, el que a Caín veía
cuando el crimen horrendo cometía.
Después… ¡Oh, qué mortal presentimiento!
¿Por qué evocar de Esparta el fin cruento?…
De remotas edades
discurro, con dolor y con asombro,
por entre las sublimes soledades
que marcan su frontera a cada escombro.
De las razas vencidas,
medroso busco en vano
el alma de las trágicas quimeras
sin encontrar siquier, ¡oh gran Leonidas,
magnífico espartano!,
la tumba en que abrigaste tus banderas…
Si yo buscase un día,
doliente peregrino,
‑¡oh hermosa Patria mía!‑,
el esplendente sol de tu destino
y sólo hallase tierras devastadas,
gigantescas montañas abatidas,
y una legión de tumbas ignoradas,
como la inmensa tumba de Leonidas…
corriendo tras tu espíritu inmolado
hundiera mi aturdido pensamiento
en la extensión vacía;
y, o muriera abrazado
a la visón del Pabellón Cruzado,
¡o en la bóveda azul del firmamento
yo tu nombre inmortal escribiría!
Con acento sombrío
todo ruge o solloza;
todo, ay, agoniza en torno mío!
Su imagen pavorosa
la purpúrea neblina
clava, profundamente, en mi retina.
Tristes voces lejanas
remedan el plañir de las campanas;
y de la angustia en que mi pecho muere,
sube a Dios este grito: «¡Miserere!»
[1] Con motivo del incendio de San Carlos [12 de abril de 1903]
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