Barro inaugural
Por Franklin Mieses Burgos
Sólo una gran piedad pudo crear los mundos
eternos sin hastiarse.
Sólo una gran ternura pudo sembrar la vida
como se siembra un árbol:
la jubilosa voz de una semilla.
No pudo ningún otro posible sentimiento
alzar nuestro destino;
nuestra meta mayor ante la eternidad
absorta que nos mira,
desde sus hondos ojos
de solitaria estatua preferida.
Una gran campanada resquebrajó los altos
cristales de la noche.
Y chirriaron los goznes, los metales mohosos
de la casa vacía
donde cavaba él solo para enterrar el agua
sin rostro de su llanto,
de su íntima noche caída hasta la angustia.
Aún no transitaba por el cielo el relámpago
de pluma de los pájaros,
ni el viento, todavía, era un sepulcro abierto
para enterrar palabras;
voces precipitadas desde los rojos labios
donde el amor fabrica muriendo sus campanas.
Ignorado de sí —lo mismo que la nada—
clamaba por un nombre;
por una voz tan llena de sangre que lo hiciera.
A sus pies el silencio del orbe era un gran río
de soledad cayendo,
un mundo serafín de bronce arrodillado:
—Quiero un labio que esculpa
mi nombre sobre el aire.
Un eco que responda preciso a mis palabras.
No, no es posible que exista sin que me piense nadie.
Mi realidad se hastía de ser para mí sólo.
Sin otro que me sienta temblar
yo no sería…
Entonces fue la infancia desnuda de la luz:
su dulce nacimiento.
Entonces, su niñez,
anécdota de espejo.
Memoria de la lámpara de bruñida sonrisa
de vidrio adolescente,
de ángel verdadero que delata el relieve
más fino de las cosas.
Entonces fue su aliento un solo resplandor
de fuego bajo el agua,
en medio de la noche sin alba de los peces.
Ninguna fuerza pudo quebrar su pensamiento;
su soplo forjador crecido como un brazo
de luz en las tinieblas,
en el ojo vacío donde moldeaba el tiempo
su estatura de sombra,
la forma de su rostro perdido hasta la ausencia.
Miéses Burgos, F. de El Angel Destruido (1950-1952) en Clima de eternidad: obras completas. 1986.
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