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Hay un pais en el mundo

Hay 
un país en el mundo 
                            colocado 
en el mismo trayecto del sol, 
Oriundo de anoche,
                            colocado 
en un inverosímil archipiélago 
de azúcar y de alcohol.
                            Sencillamente 
liviano, 
                como una ala de murciélago 
apoyado en la brisa. 
                            Sencillamente 
claro, 
      como el rastro del beso en las solteras antiguas. 
      o el día en los tejados. 
                            Sencillamente 
frutal, fluvial. Y material. Y sin embargo 
sencillamente tórrido y pateado 
como una adolescente en las caderas. 
Sencillamente triste y oprimido. 
Sinceramente agreste y despoblado.

En verdad. 
Con dos millones 
                            suma de a vida 
y entre tanto 
                cuatro cordilleras cardinales 
y una inmensa bahía y otra inmensa bahía, 
tres penínsulas con islas adyacentes 
y un asombro de ríos verticales 
y tierra bajo los árboles y tierra 
bajo los ríos y en la falda del monte 
y al pie de la colina y detrás del horizonte 
y tierra desde el cantío de los gallos 
y tierra bajo el galope de los caballos 
y tierra sobre el día, bajo el mapa, alrededor 
y debajo de todas las huellas y en medio el amor. 
Entonces 
        es lo que he declarado. 
                            Hay 
un país en el mundo 
sencillamente agreste y despoblado.

Algún amor creerá 
que en este fluvial país en que la tierra brota, 
y se derrama y cruje como una vena rota, 
donde el día tiene su triunfo verdadero, 
irán los campesinos con asombro y apero 
a cultivar, 
        cantando 
                            su franja propietaria. 
Este amor 
quebrará su inocencia solitaria. 
                            Pero no. 
Y creerá 
que en medio de esta tierra recrecida, 
donde quiera, donde ruedan montañas por los valles 
como frescas monedas azules, donde duerme 
un bosque en cada flor y en cada flor de la vida, 
irán los campesinos por la loma dormida 
a gozar 
        forcejeando 
                            con su propia cosecha. 
Este amor 
doblará su luminosa flecha. 
                            Pero no. 
Y creerá 
que donde el viento asalta el íntimo terrón 
y lo convierte en tropas de cumbres y praderas, 
donde cada colina parece un corazón, 
en cada campesino irán las primaveras 
cantando 
        entre los surcos 
                            su propiedad. 
Este amor 
alcanzará su floreciente edad. 
                            Pero no. 
Hay un país en el mundo 
donde un campesino breve 
seco y agrio 
                            muere y muerde 
descalzo 
        su polvo derruído, 
y la tierra no alcanza para su bronca muerte. 
¡Oídlo bien!  No alcanza para quedar dormido. 
Es un país pequeño y agredido. Sencillamente triste, 
triste y torvo, triste y acre. Ya lo dije 
sencillamente triste y oprimido.

No es eso solamente. 
                            Faltan hombres 
para tanta tierra. Es decir, faltan hombres 
que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre 
después de unas canciones. 
                            Madre de la hortaliza. 
Madre del pan. Madre del lienzo y del techo. 
Madre solícita y nocturna junto al lecho… 
Faltan hombres que arrodillen los árboles y entonces 
los alcen contra el sol y la distancia. 
Contra las leyes de la gravedad. 
Y les saquen reposo, rebeldía y claridad. 
Y hombres que se acuesten con la arcilla 
y la dejen parida de paredes. 
                            Y hombres 
que descifren los dioses de los ríos 
y los suban temblando entre las redes. 
Y hombres en la costa y en los fríos 
                            desfiladeros 
y en toda desolación. 
Es decir, faltan hombres. 
                            Y falta una canción.

Miro un brusco tropel de raíles 
son del ingenio 
sus soportes de verde aborigen 
son del ingenio 
y las mansas montañas de origen 
son del ingenio 
y la caña y la yerba y el mimbre 
son del ingenio 
y los muelles y el agua y el líquen 
son del ingenio 
y el camino y sus dos cicatrices 
son del ingenio 
y los pueblos pequeños y vírgenes 
son del ingenio 
y los brazos del hombre más simple 
son del ingenio 
y sus venas de joven calibre 
son del ingenio 
y los guardias con voz de fusiles 
son del ingenio 
y las manchas del plomo en las ingles 
son del ingenio 
y la furia y el odio sin límites 
son del ingenio 
y las leyes calladas y tristes 
son del ingenio 
y las culpas que no se redimen 
son del ingenio 
vente veces lo digo y lo dije 
son del ingenio 
“nuestros campos de gloria repiten” 
son del ingenio 
en la sombra del ancla persisten 
son del ingenio 
aunque arroje la carga del crimen 
lejos del puerto 
con la sangre y el sudor y el salitre 
son del ingenio.

Plumón de nido nivel de luna 
salud del oro guitarra abierta 
final de viaje donde una isla 
los campesinos no tienen tierra.

Decid al viento los apellidos 
de los ladrones y las cavernas 
y abrid los ojos donde un desastre 
los campesinos no tienen tierra.

El aire brusco de un breve puño 
que se detiene junto a una piedra 
abre una herida donde unos ojos 
los campesinos no tienen tierra.

Los que la roban no tienen ángeles 
no tienen órbita entre las piernas 
no tienen sexo donde una patria 
los campesinos no tienen tierra.

No tienen paz entre las pestañas 
no tienen tierra no tienen tierra. 
País inverosímil. 

                            Donde la tierra brota 
y se derrama y cruje como una vena rota, 
donde alcanza la estatura del vértigo, 
donde las aves nadan o vuelan pero en el medio 
no hay más que tierra: 
                            los campesinos no tienen tierra. 
Y entonces 
            ¿De dónde ha salido esta canción? 
¿Cómo es posible? 
                            ¿Quién dice que entre la fina salud del oro 
            Los campesinos no tienen tierra? 
Esas es otra canción. Escuchad 
la canción deliciosa de los ingenios de azúcar 
y de alcohol.

Procedente del fondo de la noche 
vengo a hablar de un país. 
                            Precisamente 
pobre de población. 
         Pero 
                            no es eso solamente. 
Natural de la noche soy producto de un viaje. 
Dadme tiempo 
             coraje 
                            para hacer la canción.

Y éste es el resultado. 
                            El día luminoso 
regresando a través de los cristales 
del azúcar, primero se encuentra al labrador. 
En seguida al leñero y al picador 
                            de caña 
rodeado de sus hijos llenando la carreta.

Y al niño del guarapo y después al anciano sereno 
con el reloj, que lo mira con su muerte secreta, 
y a la joven temprana consiéndose los párpados 
en el saco cien mil y al rastro del salario 
perdido entre las hojas del listero. Y al perfil 
sudoroso de los cargadores envueltos en su capa 
de músculos morenos. Y al albañil celeste 
colocando en el cielo el último ladrillo 
de la chimenea. Y al carpintero gris 
clavando el ataúd para la urgente merte, 
cuando suena el silbato, blanco y definitivo, que el reposo contiene.

El día luminoso despierta en las espaldas 
de repente, corre entre los raíles, 
sube por las grúas, cae en los almacenes. 
En los patios, al pié de una lavandera, 
mojada en las canciones, cruje y rejuvenece. 
En las calles se queja en el pregón. Apenas 
su pié despunta desgarra los pesebres. 
Recorre las ciudades llenas de los abogados 
que no son más que placas y silencio, a los poetas 
que no son más que nieblas y silencio y a los jueces 
silenciosos. Sube, salta, delira en las esquinas 
y el día luminoso se resuelve en un dólar inminente.

¡Un dólar!  He aquí el resultado. Un borbotón de 
                            sangre. 
Silenciosa, terminante. Sangre herida en el viento. 
Sangre en el efectivo producto de amargura. 
Este es un país que no merece el nombre de país. 
Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura. 
Es cierto que lo beso y que me besa 
y que su beso no sabe más que a sangre. 
Que día vendrá, oculto en la esperanza, 
con su canasta llena de iras implacables 
y rostros contraidos y puños y puñales. 
Pero tened cuidado. No es justo que el castigo 
caiga sobre todos. Busquemos los culpables. 
Y entonces caiga el peso infinito de los pueblos 
sobre los hombros de los culpables.

Y esa es mi última palabra. 
                            Quiero 
oirla. Quiero verla en cada puerta 
de religión, donde una mano abierta 
solicita un milagro del estero.

Quiero ver su amargura necesaria 
donde el hombre y la res y el surco duermen 
y adelgazan los sugeños en el germen 
de quietud que eterniza la plegaria.

Donde un ángel respira. 
                            Donde arde 
una súplica pálida y secreta 
y siguiendo el carril de la carreta 
un boyero se extingue con la tarde.

Después no quiero más que paz. 
                            Un nido 
de constructiva paz en cada palma. 
Y quizás a propósito del alma 
el enjambre de besos 
                            y el olvido.


florecitas

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