Un guajiro en Bayaguana[1]
Entre juncos y malezas
el Comate se desliza,
y en su curso fertiliza
llanuras sin asperezas.
Hay en su margen bellezas
para el vate peregrinas.
Allí crece entre las ginas
el hicaco en la sabana,
y mas allá Bayaguana
se destaca entre colinas.
Una mañana de Enero
celebraba a su Patrono,
ese pueblo dó su trono
fijó un Cacique altanero.
Todo era grato, hechicero
entre esa gente sencilla,
lazos de cinta amarilla
los sombreros adornaban,
y las indianas bailaban
con polleras de rejilla.
Por donde quiera se oía
la voz de la animación,
por dó quiera un galerón
y del cuatro la armonía.
En el fandango lucía
sus zapatos el guajiro,
y alegre siempre en el giro
de su inocente recreo,
repicaba el zapateo
al son del tiple y de güiro.
Insensible a aquella fiesta
de esa mañana de Enero,
a largo paso un montero
se internaba en la floresta.
Subió rápido la cuesta
a cuyo pié está el calvario,
e insensible y temerario
por la selva discurría,
como el que teme y confía
desafiar un adversario.
Machete al cinto y cuchillo
llevaba de gran valor,
con vainas de Hato-Mayor
incrustadas de espejillo.
Era su traje sencillo
y en estremo descuidado,
vestía calzón de listado
gran chamarra de coleta
y tosca y ancha soleta
llevaba en vez de calzado.
Silencioso entre el verdor
de la selva proseguía,
solo el paso detenía
cuando escuchaba un rumor.
Lleno entonces de valor
y radiante de esperanza,
en ristre ponía su lanza
y el perro detrás de un tronco
con ladrido fuerte y ronco
daba la voz de asechanza.
Llegó de un cerro a las faldas
donde en alfombra infinita,
la olorosa campanita
ostentaba sus guirnaldas.
Allí se tendió de espaldas,
fijó la vista en el cerro,
después halagó su perro
que apenas podía acesar,
y le dejó descansar
sobre colchones de berro.
La voz del cuervo palero
se oía en medio de la calma,
y el ruido que hacía en la palma
el pico del carpintero.
Silvaba el viento lijero
del córbano en el follaje,
blando agitaba el ramaje
del guárano y algarrobo,
y aun el altivo caobo
le tributaba homenaje.
Presto, del cerro en lo alto
un rumor se percibió,
mas el montero le oyó
sin el menor sobresalto.
De esperanza casi falto
estuvo un tiempo indeciso,
el perro siempre sumiso
no osó ladrar esta vez,
cuando mostró su altivez
un verraco de improviso.
El perro más no esperó,
y rápido como el fuego
de rabia y coraje ciego
a la fiera arremetió.
El montero contempló
aquella escena impasible,
luego se acercó insensible
al tronco de un aguacate,
y se dispuso al combate
con un valor indecible.
Después de una lucha brava
y de un esfuerzo inaudito,
bajo un hermoso caimito
el puerco se revolcaba.
El perro ya no ladraba
y el montero satisfecho,
de su afán y de su acecho
vió la esperanza cumplida
cuando la creyó mentida
en sus horas de despecho.
Después de una ruta larga
y de constancia y de brío,
al festivo caserío
llevó el montero su carga.
Llega y su acento le embarga
el amor que tanto abriga,
pero su amante, su amiga,
de amor en el dulce exceso,
le dió un abrazo y un beso
en premio de su fatiga.
[1]El Eco del Pueblo, No. 18, Santo Domingo, 23 Noviembre 1856.
Regresar a las obras de Nicolás Ureña de Mendoza