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Al Sol

Por José María Heredia (1803-1839)

Yo te amo, Sol: tú sabes cuan gozoso,
cuando en las puertas del oriente asomas,
siempre te saludé. Cuando tus rayos
nos arrojas fogoso
desde tu trono en el desierto cielo,
del bosque hojoso entre la sombra grata,
me deleito al bañarme en la frescura
que los céfiros vierten en su vuelo;
y me abandono a mil cavilaciones
de inefable dulzura
cuando reclinas la radiosa frente
en las trémulas nubes de occidente.

Empero el opulento en su delirio
sólo de vicios y maldad ansioso,
rara vez alza a ti su faz ingrata.
Tras el festín nocturno crapuloso
tu luz sus ojos lánguidos maltrata,
y tu fuego le ofende,
tu fuego puro, que en tu amor me enciende.
¡Oh! si el oro fatal cierra las almas
a admirar y gozar, yo lo desprecio;
disfruten otros su letal riqueza,
y yo contigo mi feliz pobreza.

¡Oh! ¡cuánto en el Anáhuac
por tu ardor suspiré! Mi cuerpo helado
mirábase encorvado
hacia la tumba oscura.
En el invierno rígido, inclemente,
me viste, al contemplar tu tibio rayo,
triste acordarme del fulgor de mayo,
y alzar a ti la moribunda frente.
“¡Dadme”, clamaba, “dadme un sol de fuego,
“y bajo el agua, sombras y verdura,
“y me veréis feliz…! Tú, Sol, tú solo
mi vida conservaste: mis dolores
cual humo al aquilón desparecieron,
cuando en Cuba tus rayos bienhechores
en mi pálida faz resplandecieron.

¡Mi patria…! ¡Oh Sol! Mi suspirada Cuba
¿a quién debe su gloria,
a quién su eterna virginal belleza?
Sólo a tu amor. Del Capricornio al cáncer
en giro eterno recorriendo el centro,
jamás de ella te apartas, y a tus ojos
de cocoteros cúbrese y de palmas,
y naranjos preciosos, cuya pompa
nunca destroza el inclemente hielo.
Tus rayos en sus vegas
desenvuelven los lirios y las rosas,
maduran la más dulce de las plantas,
y del café las sales deliciosas.
Cuando en tu ardor vivífico la viertes
larga fuente de vida y de ventura,
¿no te gozas ¡oh Sol! en su hermosura?

Mas a veces también por nuestras cumbres
truena la tempestad. Entristecido
velas tu pura faz, mientras las nubes
sus negras olas por el aire ardiente
revuelven con furor, y comprimido
ruge el rayo impaciente,
estalla, luce, hiere y un diluvio
de viento, agua y fuego se desata
sobre la tierra trémula, y el caos
amenaza tornar… Mas no, que lanzas
¡oh Sol! tu dardo irresistible, y rompe
la confusión, de nubes y a la tierra
llega a dar esperanza. Ella con ansia
le recibe, sonríe, y rebramando
huye ante ti la tempestad. Más pur,o
centella tu ancho disco en occidente.
Respira el mundo paz: bosque y pradera
se ornan de nuevas galas,
mientras al cielo con la tierra uniendo
el iris tiende sus brillantes alas.

¡Alma de la creación! Cuando el Eterno
del primitivo caos
con imperiosa voz sacó la tierra,
¿qué fue sin tu presencia? Yermo triste
do inmóviles reinaban
frialdad, silencio, oscuridad… Empero
la voz omnipotente
Dijo: ¡Enciéndase el Sol! y te encendiste,
y brotaste la luz, que en raudo vuelo
pobló los campos del desierto cielo.

¡Oh! ¡cuan ardiente, al recibir la vida,
al curso eterno te lanzaste luego!
¡Cómo al sentir tu delicioso fuego,
se animó la creación estremecida!
La sombra de los bosques,
el cristal de las aguas,
las brisas y las ñores,
y el rutilante cielo y sus colores
a una mirada tuya parecieron,
y el placer y la vida
su germen inmortal desenvolvieron.

Y esos planetas, tu feliz corona,
te obedecen también: raudos giraban
sin órbita ni centro
del éter en las vastas soledades.
El Creador soberano sugetólos
a tu poder, y les pusiste rienda,
a tu fuerte atracción los enlazaste,
y en derredor de ti los obligaste
a que siguiesen inerrable senda.

Y tú sigues la tuya, que eres sólo
criatura como yo, y estrella débil,
(como las que arden por la noche umbría
en el cielo sin nubes), en presencia
de tu Hacedor y mi Hacedor, que eterno,
omniscio, omnipotente, dirigiendo
con designios profundos
tantos millones férvidos de mundos,
reina en el corazón del universo.

Espejo ardiente en que el Señor se mira,
ya nos dé vida en tu fulgor sereno,
ya con el rayo y espantoso trueno
al mundo lance su terrible ira;
gloria del universo,
del empíreo señor, padre del día,
¡Sol! oye: si mi mente
alta revelación no iluminara,
en mi entusiasmo ardiente
a ti, rey de los astros, adorara.

Así en los campos de la antigua Persia
resplandeció tu altar; así en el Cuzco
los Incas y su pueblo te acataban.
¡Los Incas! ¿Quién, al pronunciar su nombre,
si no nació perverso,
podrá el llanto frenar…? Sencillo y puro,
de sus criaturas en la más sublime
adorando al autor del universo
aquel pueblo de hermanos,
alzaba a ti sus inocentes manos.

¡Oh dulcísimo error! ¡Oh Sol! Tú viste
a tu pueblo inocente
bajo el hierro inclemente
como pálida mies gemir segado.
Vanamente sus ojos moribundos
por venganza o favor a ti se alzaban:
tú los desatendías,
y tu carrera eterna proseguías,
y sangrientos y yertos expiraban.


1821-23
De Jose Maria Heredia – Poesias Completas.


florecitas

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