Mi hija Jennifer…
Por José Alberto Fernández Pereira
Es la compinche de mis secretos
amiga fiel hermana noble e hija
como Raquel, en una vida prolija
respetando siempre mis decretos.
De enseñarle los peligros de la vida,
mi hija Jennifer es un cacho de mi ser
amanecer que Dios me ayudó a crecer
te bendigo, por Siempre y de por vida.
Ser su Padre hermosa bendición y una pasión,
que Dios me dio, un bello jardín florido
y el día que nació creo haber amanecido
con una sonrisa de emoción en la ilusión.
La vida de un Padre es muy sublime,
y que nadie en este mundo subestime.

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Padre, todos los días encuentro en mi bolsillo…
Por Néstor Mendoza (1985 – )
Padre, todos los días encuentro en mi bolsillo
piedras pulidas con tu nombre.
Tienen tus canas, volumen y dureza.
Desde hace años las encuentro fielmente,
pero nunca te lo había dicho.
Me sentía diminuto, mentira.
No te culpo por obligarme a mirar
las piernas del rocío antes de tiempo.
Limpias las aceras y los templos,
recoges las hojas del patio.
Dentro de tu dureza hay espuma y azúcar,
un miedo retorciéndose.
No te preocupes, prometo tender mi cama.
Tú no lo sabes, pero he inventariado tus ojos,
el brillo que tiembla en ellos,
durante el día

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El verano del 95 (relato)
Por Ricardo Vacca-Rodríguez
Es la casa donde cierta vez viví y en su patio solía jugar con estrellas de mar traídas de las playas del sur y soldaditos de plomo que jamás perdieron una batalla. Alumbraba los geranios y las losetas una luna acostumbrada a gotear sombras por la noche
Este es el sitio, el dormitorio donde cada tarde mi padre suele dormir su siesta después de tomar su café o sus medicinas.
Había días que él, despertaba y abría las mañanas de la casa de par en par solo con su saludo y su tatuaje de marino que llevaba en el brazo izquierdo iluminaba el día como una rosa eterna.
El solía caminar taciturno hacia la empedrada playa de sus recuerdos mientras que yo, en mis escasos trece años, trepaba su silencio en mi bicicleta y sentía su aliento antiguo detrás de su beso en mi mejilla. Había tardes en que, fumando su pipa, nos embarcábamos en sus historias insólitas. Él era el marino mágico que encendía en secreto las estrellas de mar. El remero interminable que podía pasearse en el océano en una cáscara de huevo. Era el contador de cuentos inacabables, quien escondió en su pecho un secreto que nunca logré descubrir. El amado por las mujeres y admirado por los amigos. El descubridor de lo absurdo en los ojos de la gente, porque la vida tiene su argumento que jamás acabamos de entender, una esquina donde la historia confabula con la muerte.
Sentía que mi padre, a pesar de su silencio, su amor era puro como el cristal que la lluvia gotea cada amanecer. Descubrí en él, al pintor de crepúsculos, al mago, al misterio.
Y ahora, observo las ventanas de la casa como astilla en el ojo de un recuerdo que se resiste a llorar y veo el pecho hundido de mi padre y su mirada extraviada entre su incomprensión y trozos de silencio atracados en su boca y me pregunto:
¿Dónde está el marino mágico que encendía las estrellas con sus ojos? ¿Dónde ha quedado el fabricante del abrazo y del vino? ¿Dónde dejó anclado su sueño? ¿En qué libro su firma inconclusa? ¿Bajo qué cama quedaron desperdigadas sus huellas de insomnio? ¿En qué caja dejó escondido su martillo de sangre? su mirada, su pipa.
Y me rebelo a la respuesta que presiento. Más que una casa, una tarde o una historia del océano, es un sitio increíble donde mi padre verano tras verano se está muriendo entre medicinas, abrazos y palabras familiares que no entiende.
Son las tres y treinta y la madrugada está oscura. Mi padre me mira, pero es en vano, ya no entiende de mi ternura.

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