Castro-IV

Las hojas

La mañana está fresca, limpia y pura; 
cuajada de racimos la cosecha; 
ardiente el Sol… Cuando las hojas caen, 
quisiera detenerme a recogerlas, 
porque parece que en sus verdes láminas 
hallaría escrito el eternal poema 
de su nombre de flor… ¡nombre de novia 
que canta un madrigal en cada letra!

Con esas hojas verdes que las brisas 
saludan, al pasar, en su carrera, 
yo formaría un libro de esperanzas 
donde encerrar, cuando la noche llega, 
las vírgenes de amor que vistió el alma 
en la víspera hermosa de la fiesta, 
y que perdieron, al bailar, sus calzas 
de rubias y de blancas cenicientas.

¡Jamás había pensado en mis vigilias 
en esas hojas que el Abril renueva! 
Gloriosa y alta como el Sol, su vida; 
del fango libres, a la luz reflejan; 
bebieron en los vientos sus perfumes, 
Aurora les brindó su lumbre nueva; 
y el mismo cielo, al complacer sus obras, 
cuidó de su tocado y de su vesta.

¿No sabéis lo que son? Son las cortinas 
que Céfiro, el travieso de la selva, 
agita en los balcones del palacio 
que el árbol alza en la región aérea; 
el lujoso abanico de las aves; 
la hamaca en que se mecen las abejas 
a la vez que el resguardo de los nidos 
y del fruto maduro las promesas…

¡Qué bien alaban la fecunda savia, 
los gérmenes fecundos de la tierra, 
cuando asoman sus lenguas diminutas 
por la boca entreabierta de las yemas! 
Felices en su espléndido palacio, 
saludan siempre a la legión viajera, 
y le ofrecen, galantes, sombra amiga, 
de paz, de amor, y de frescura llena.

Mas ¡ay, cuán triste cuando caen rendidas 
del polvo del camino entre las huesas! 
Enflaquecidas, pálidas, rugosas, 
a merced de los vientos, van en pena, 
mendigando del árbol cuya pompa 
la antigua pompa de su hogar recuerda, 
una limosna de color y vida 
para sus rotas y marchitas células.

¡Oh, pobres hojas que marchitó el ábrego! 
¡Oh, tristes hojas secas!… 
¡Alas sin vuelo de la flor que un día, 
como gentil doncella, 
tras las cortinas de su oliente alcoba 
abrió al insecto su amorosa tienda, 
y le dio, en cambio de su amante elogio, 
su puro, y rico, y delicado néctar!

¡Mi corazón os llora! mi alma os sigue… 
Y si dado me fuera 
recoger vuestros cuerpos del camino, 
¡oh, pobres hojas secas!, 
yo de vosotras formaría mi nido, 
mi último albergue, mi ignorada huesa, 
donde huir de la injuria de los hombres, 
do reposar de la mundana brega.


florecitas

Regresar a las obras de Arturo Pellerano Castro