Un guajiro predilecto[1]
Besa el Ozama al pasar
el pie de una alta ladera,
que conduce a una pradera
circuida de un guayabar.
No muy lejos descollar
se ve un grupo de colinas,
y entre lindas clavellinas
matizadas de colores,
cual salido de entre flores,
se ve el pueblo de Los Minas.
Aunque todo el caserío
no llega a doscientas almas,
de yagua y tablas de palma
hay uno que otro bohío.
Uno está frente al río
hecho con pencas de guano;
allí habita un pobre anciano
con su hija, casta doncella,
muy más hermosa y más bella
que el cielo dominicano.
Desde Neiba a Palo‑hincao,
desde el Cotuí a la Isabela,
es adorada Manuela,
el ángel de Yabacao.
Es fama que de Nizao
un apuesto campesino
emprendió el largo camino,
dudoso de tanta fama,
por sólo ver del Ozama
el ídolo peregrino.
En una noche de luna,
libre el pecho de cuidado,
de un tiple al son acordado
cantaba la media‑tuna.
Las aguas de la laguna
ligero el viento rizaba,
su ramaje columpiaba
la corpulenta jabilla,
y el viejo, desde la silla,
satisfecho la escuchaba.
Los monteros se acercaban
del Ozama a la ribera,
y aquella voz hechicera
arrobados escuchaban.
Sus canoas aseguraban
del mangle al tronco flexible,
y entre el murmurio apacible
de las aguas y del viento,
oían del canto el acento
y la magia irresistible.
Un guajiro atravesó
rápido por la pradera,
y a la cantora hechicera
comedido se llegó.
¡Camilo!, entonces gritó
Manuela sobresaltada,
y de amor turbada,
junto al viejo tomó asiento,
que al verla en aquel momento
suspiró sin decir nada.
Entró el apuesto Camilo,
y la temblorosa mano
apretó del pobre anciano,
que le miraba intranquilo.
Yo soy, dijo, el que este asilo
hace un año visitó,
el que inspirar consiguió
su cariño y su ternura
a la más bella criatura
que quizás el mundo vio.
Manuela será mañana
mi esposa tierna y querida,
y de mi amor, de mi vida,
será dueña y soberana.
Mis vacas en la sabana
pacen el verde pajón,
y entran en mi posesión,
por ser el hombre más rico,
los llanos del Guabatico
y los montes de Chavón.
También tengo en mis lugares
de la comarca de Higüey,
montes vírgenes de abey
y dilatados palmares.
Gigantescos, a millares,
se ven los cedros crecer;
en las nubes esconder
quiere el caobo sus ramas,
y entapizados de gramas
se ven valles por doquier.
El espinillo que eleva
la tierra de mi comarca,
es el mejor que se embarca
y que a la Europa se lleva.
Campiñas de rosa‑nueva
se encuentran en aquel clima,
y de la sierra en la cima
se mece, a impulso del viento,
el guayacán corpulento,
el campeche y la cabima.
Yo tengo árboles frutales,
cajuiles y cocoteros;
en mis playas hay uveros,
en mis llanos caimitales.
Crecen en mis platanales
matas de mango y mamey,
y cuento en el mismo Higüey
por enteramente míos,
los dos más grandes bohíos
cobijados de yarey.
Mi provincia en lo feraz
no cede en nada a Galindo;
allí crece el tamarindo
entre el roble y el capaz.
Allí se ve la torcaz
que en bandos revolotea,
y en lo fértil de la Enea
se hallan nidos, a millones,
de huevos y de pichones,
de gallinas de Guinea.
De flamencos encarnados
se ven vagabundas tropas,
o sobre las verdes copas
de centinela apostado.
Los búcaros tan preciados
no faltan allí tampoco;
allí en los lagos el coco
zabulle entre las espumas,
y luce el pajuil sus plumas
en las llanuras del Soco.
Bellos mares apacibles
bañan mis costas de Higüey,
donde se pesca el carey
y otros peces comestibles.
Vamos, anciano: insensibles
los hombres no son al bien;
deja el Ozama; también
allí hay mil ríos caudalosos,
y viviremos dichosos
en el más tranquilo Edén.
Guardó silencio el anciano;
comprimió más de un suspiro
y después dijo al guajiro
extendiéndole la mano:
¡Camilo! Jamás en vano
dio su palabra algún rey;
hoy para mí es una ley
darte a la mujer que te ama,
mas yo no dejo el Ozama
por las campiñas de Higüey.
Esta choza mis mayores
con afanes construyeron;
aquí mis padres vivieron;
aquí tuve mis amores.
Yo mismo sembré las flores
que adornan este lugar.
Mis días quiero terminar
en este risueño asilo.
Ve, Manuela, con Camilo;
yo no abandono mi hogar.
Tres días después la pradera
que conduce a su retiro,
atravesaba el guajiro
con su Manuela hechicera.
Ella dejó en su ribera
más de una ilusión querida,
y mientras de amor rendida
cabalgaba por el llano,
acá en la choza de guano
se halló al anciano sin vida.
[1]El Dominicano, No. 25, Santo Domingo, 22 Diciembre 1855.
Regresar a las obras de Nicolás Ureña de Mendoza