Entonces, ¿para qué?
Para qué cerrar los ojos
y andar a tientas bajo los letreros,
entre el ruido de la calle;
para qué apretarnos el cuello
y conservar lustrosos los zapatos,
cuidar cada detalle nuestro,
los botones, las cartas, las cuentas a cobrar, los agradables paseos cerca del mar;
para qué hablar con palabras suavizadas a propósito,
para qué pretender estar tranquilo,
ir mostrando ese rostro educado,
domesticado pacientemente
para no dar la nota discordante;
para qué querer ser el conforme, el ameno, el puntual, el útil, el sensato, el correcto; para qué este rosario de expresiones corteses, medidas, cautelosas,
y el gesto complaciente a cada paso,
y ser amablemente cómplice de todo veinticuatro horas al día,
cincuenta y dos semanas tranquilas cada año, doce meses de cobro puntual y sin protesta…
Para qué ejercitar esa admirable vocación
de servicio puesta a prueba en las campañas benéficas, en las colectas públicas,
en las generosas apelaciones de amor.
Para qué entonces si sabemos
que nada de esto bastará
para ocultar el cuchillo, para tapar la herida, la horrible cortadura
por la que viene desangrándose toda la humanidad toda la gente apretujada a nuestros pies
bajo nuestra cama,
bajo nuestra mezquina condición de seres educados, comidos, satisfechos, leídos, descansados.
Para qué entonces, si sabemos
que esta hoja de parra del amor mentiroso
se cae a cada instante y nos desnuda
y nos muestra tal como somos
hipócritas, cobardes, ingenuos a propósito,
verdugos,
lamedores a sueldo del látigo y el palo,
coro de los fusiles,
llaga de los enfermos,
terror de los que huyen,
dolor de los sufridos…
Para qué entonces tanta engañosa bondad,
tanto silencio, tanta camisa limpia, tantas manos lavadas, tanto perfume en las orejas,
tantos libros leídos,
si estamos atajando todo el lodo del mundo,
si pretendemos limpiarle el rostro al día,
aparecer correctos y tranquilos
para que no se sepa
que estamos gordos de sangre y agonía,
que estamos obedientemente “Cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!” para que se dispare a la multitud innumerable,
porque hablamos de Cristo y humildad
para que no se sepa que somos cínicos voceadores de precios por las nubes,
“sufra” –decimos– sufra y calle.
Plátanos a diez centavos,
desaloje esa casa si no paga, esta camisa cuesta cinco pesos, no se puede vivir,
calle, sufra y calle,
señor, señora, niño!
Y entonces,
para qué tanto decir “amen”,
y tanto dar limosna y tanto sonreír a todas horas y tanta invitación a la esperanza,
tanto decir, “¡espere, no se muera!”
si somos eso, cómplices, amigos de los que rajan la barriga a los pobres,
caja de resonancia para engañosas palabras
pacientes mentirosos reclutados en las universidades, en las avenidas,
en los cenáculo,
en los cines,
en los partidos políticos,
en las fiestas,
en los periódicos,
en las televisores,
ante las vitrinas de las tiendas,
en el interior de los automóviles,
en las concentraciones públicas,
y entonces hablamos un día de libertad
y de justicia,
y queremos lavarnos la cara con orines,
y desplegar una bandera incolora,
mercenaria, pirata, traidora,
sobre tantas cabezas cortadas,
sobre tantas manos amarradas,
sobre tantos disparos
y tanto huir y tanto agonizar en sombras
en el mundo…
Para qué entonces esa cara,
para qué cerrar los ojos,
para qué esa sonrisa complaciente, para qué esa corbata,
si somos asesinos encubiertos,
conciliadores del muerto y de la bala…!
Septiembre 3, 1968.
Publicada en Poesía completa. 2012. Ediciones Cielonaranja, Santo Domingo. Usada con permiso de la Fundación René del Risco Bermúdez
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