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Mis dos madres muertas

Por Ramón Emilio Jiménez (1886-1970)

Dos madres tuve un día y no tengo ninguna:
la que me dio su sangre y me llevó en su seno,
y la que completando la obra que hizo una,
recogió mi pobreza del fondo de una cuna
desde la edad de un año, y me enseñó a ser bueno.

También tiene dos madres la simiente cautiva:
la planta genitora que en su verdor la encierra,
la gran madre tierra,
que la toma en sus brazos como hija adoptiva,
le ofrece el hueco de una cuna
escondida a los ojos del pajarillo hambriento,
y luego, espiga tierna, la mece a sol y luna
en la hamaca del viento.

Y cuando el árbol también, la bella espiga asombra
con la melena al viento florida y cancionera,
a la madre adoptiva le paga con su sombra
y honra la madre propia en cada primavera.

Tal ha sido mi suerte:
una me ha dado el ser,
y me enseñó la otra la virtud de ser fuerte,
la misma de la planta que sabe florecer
sin temor a las hachas que fabrican su muerte.

Al darme una su sangre mirose en dos partida
y una de esas mitades fue mi vida;
la madre es siempre una constante abnegación;
al tenderme la otra sus brazos redentores,
como carga llevada sobre rieles de amores,
mi cuerpo, entre caricias, llevó a su corazón.

Yo era débil criatura,
enferma y pobre era
la madre verdadera,
y Dios, compadecido de tanta desventura,
me dio una nueva madre, que en ritmo de ternura
fue igual a la primera.

Rosal que de un terreno empobrecido
pasa a la maravilla de un cantero
al amor de otro barro que termina
la obra del barro en que vivió primero,
así yo de la vida en la faena,
barca que tuvo un nuevo timonero,
pájaro que del nido tutelar
pasó al jergón de la pollada ajena
y el ave nueva le enseñó a cantar;
sus propios goces y su propia pena.

Si el ofrecer la vida para dar nueva vida
en el calvario de la maternidad
es sacrificio heroico que mantiene encendida
la llama redentora de la fecundidad,
¿qué nombre ha de tener
la que no siendo madre por la naturaleza
se eleva a la más alta virtud de la belleza
y es madre por deber?

¿qué nombre tiene en la moral escrita
esta ofrenda infinita
de dar el alma a la criatura ajena
la que no es madre suya,
pareciendo decirle, ya que Dios me hizo buena,
si te falta tu madre yo seré madre tuya?

Murió la madre propia
y la que me enseñara lo que por ella sé,
aquélla de quien soy como una débil copia
y la que supo ungirme con bálsamo de fe;
pero llevo en el pecho la dulce sensación
de que a las dos amé,
y con las dos fui bueno, partiendo el corazón,
y a las dos enterré…


Publicado en Contin Aybar. 1943. Antología Poética Dominicana.


florecitas

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