Tímpano de la montaña
Mi querida,
que es una negra retinta,
dulce y armoniosa como el cuello de una cítara
de ébano,
con pulpa de coco en la sonrisa
y esencia de mandrágora en los dobleces,
me aguardó en la talanquera
para decirme:
«el cabrón ha muerto».
En un lecho de piedras,
junto a los corrales,
pulido por su cuerpo velludo y rijoso,
está tendido el padre
y señor del aprisco.
La luna de anoche amortajó su cadáver,
y el sol de esta mañana,
calentó las esponjas de sus barbas patriarcales.
En los libros de amor de Publio Ovidio Nasón
aprendió el arte de amar,
y conquistó mil borregas
con la siringa de Pan.
Para que no coman de su lúbrica carroña
famélicos canes,
le haremos exequias griegas en la sabana.
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